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Estos son los trazos célebres que recubren los vagones del metro

Firmas de personalidades paisas y del país acompañan a los viajeros desde hace 20 años. Este es el recorrido.

  • Entre los personajes cuyas firmas viajan en el metro se cuentan artistas de todo tipo: pintores, escultores, escritores y poetas. También hay firmas de personalidades que han gozado de reconocimiento dentro del espectro político local y nacional. Las intervenciones comenzaron a circular desde hace más de 20 años. FOTOS jaime pérez
    Entre los personajes cuyas firmas viajan en el metro se cuentan artistas de todo tipo: pintores, escultores, escritores y poetas. También hay firmas de personalidades que han gozado de reconocimiento dentro del espectro político local y nacional. Las intervenciones comenzaron a circular desde hace más de 20 años. FOTOS jaime pérez
  • Estos son los trazos célebres que recubren los vagones del metro
14 de junio de 2021
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Como si fuera un papiro, las firmas de diferentes personajes se aferran a los vagones del metro. Son otra piel que recubre, mediante tinta, los millones de relatos que han visto la luz al interior de ese tubo blanco. Las firmas viajan a la espera de un usuario que las detalle; a la espera de que, sobre el metal, peleche el anhelo de lo eterno.

Ese anhelo se mueve a gran velocidad. Sobre las plataformas del metro, una vez arriba un tren, primero se advierten los cuerpos que, sentados, dan la espalda y se cuelan por las ventanas. Son evidentes, también, quienes van de pie, aferrados al metal que compone el sistema en sus adentros.

Por fuera, entre tanto, cada firma de un personaje ilustre se desfigura con el movimiento. Sobre las características líneas amarillas y verdes que tienen los vagones —que un antioqueño identificaría en cualquier lado— se sobreponen figuras en color negro: son “garabatos”, según algunos, en cursiva. Otros son menos curvos. Unos cuantos se inclinan hacia el cielo. Los hay indescifrables, son firmas variadas, como sus protagonistas.

Cuando el tren se detiene y bajan sus pasajeros, la mirada puede afilarse e identificar lo que rezan las figuras oscuras que irrumpen en la pureza de ese artefacto blanco. Mientras quienes esperaban su turno se abren campo en los vagones, nombres y años se funden con el sonido ambiente de las estaciones.

Tramo 1

Próxima parada: Hospital. Aparece, entonces, Marco Fidel Suárez, con una leyenda que acompaña su nombre en la parte inferior: “Bello, 1855. Bogotá, 1927”. ¡Vaya paradoja! Hasta las ciudades acortan sus kilómetros y echan al traste las fronteras para hacerse una, con Marco Fidel, sobre aquel distintivo de estas tierras paisas.

Pasados unos minutos, el tren anuncia de nuevo su destino. De repente, suenan los rieles, sorprendidos por la fuerza que, pese a la furia, debe contenerse. Próxima parada: Parque de Berrío. No emerge allí ninguna coincidencia. Por ningún lado aparece la firma de Fernando Botero, personaje que tiene más en común con ese parque que cualquier otro provinciano.

Quizá su nombre viaja en otro tren. Es probable que sus gordas y gordos inunden el interior de esos tubos mientras estos atraviesan la ciudad de Norte a Sur o de Sur a Norte, o en sus transbordos menos lineales.

“Es que allí viaja desde el año 2000. Él fue el primero. Con su firma nacieron los Trenes de la Cultura”, cuenta Carlos Mario Jiménez, integrante del equipo de Gestión Social del Metro.

“Ese año ocurrió un hecho muy importante para la ciudad. Entonces, se hizo el traslado del Museo de Antioquia. Pasó de la antigua sede de la Casa de la Moneda a la sede actual, donde quedaba el antiguo Palacio Municipal. También se entregó, parcialmente, la Plaza Botero”, describe.

El tren cierra sus puertas y deja la plataforma que se yergue sobre esa plaza. Hay más viajeros. Pareciera que esta esputara “gentes”. Jiménez, sin embargo, no deja que su parada acabe tan pronto. Este termina de ampliar cómo nacieron los trenes célebres.

“Ese hecho fue muy simbólico en su momento. Veníamos de tiempos con mucha violencia. Abrir espacio público era como un acto de esperanza. Se le pide al maestro Botero que nos permita hacer un tren de la cultura con su firma. Desde entonces, varias firmas acompañan a los viajeros, también conmemoraciones y eventos de ciudad”, expone.

Es fácil perder la cuenta de las paradas cuando la hora de llegada en nada cambiará el gris de la tarde. Como una espiral de repeticiones, una voz continúa anunciando destinos y por fuera, ante los ojos que su viaje esperan, aparecen más nombres que también se hicieron piel de esos trenes.

Francisco Gómez, Fredonia (1867-1838); María Cano, Medellín (1886-1967); Epifanio Mejía, Yarumal (1838-1913); Alberto Lleras Camargo (1903-1990); Fernando Gómez Martínez (1897-1985); y Gabriel García Márquez (1927-2014) son algunas de las firmas que pueden leerse (ver Fotografías).

En otros, hay más personalidades. Entre estas se cuentan a León de Greiff (1895-1976); Porfirio Barba Jacob (1883-1942); Tomás Carrasquilla (1858-1940); Francisco Antonio Cano (1865-1935); Fernando González (1895-1964); Débora Arango (1907-2005); Pedro Nel Gómez (1899-1984); Fidel Cano (1854-1919); y Belisario Betancur (1923-2018).

¿Por qué están allí? ¿Cómo los eligieron? “La forma en la que se escogen los personajes de los que se pondrá la firma en un vagón está marcada por sus aportes en la literatura, el arte, la música o las distintas expresiones culturales. Que sea una persona que, por su trabajo y trayectoria, nos haga sentir orgullosos, así no sea antioqueña”, explica Jiménez.

Tramo 2

En una de las paradas, Jennifer Rodas aborda un vagón del tren. Viene del trabajo y, ahora, se dirige a casa. Su ruta es la de miles en el Aburrá cuando el sol baja y anuncia que le queda más vida a la noche que a la tarde. Rodas también ha visto las firmas en esos trenes. De hecho, en la mañana de un día cualquiera, identificó la de Pedro Nel Gómez.

“En el vagón que viajaba decía Pedro Nel, el artista colombiano. Es curioso ver que el metro tenga ese tipo de expresiones, porque uno está acostumbrado a que este es pulcro, limpio e intocable. Es interesante: además de comunicar cultura, la propuesta nos permite entender lo que somos desde una forma distinta”, dice.

Sobre las formas también habla Santiago Rojas Mesa, profesor de filosofía y estética. Sus interpretaciones se enfrentan a esa ruidosa cápsula blanca. Lo que se logra escuchar, en principio, es que hay medios tradicionales de difusión cultural, como el libro, la radio y los museos. “Se ha tendido a pensar, por esos medios tradicionales y estáticos, que la cultura tiene unos circuitos muy cerrados, cuando esta es, en realidad, el espíritu de una comunidad”.

Luego, explica que ha sido usual debatir sobre el arte y la cultura desde esa predilección por los formatos: “La gente ha tendido a creer que si no se cumple con este formato, no es arte o cultura. O que se estaría atentando contra lo sagrado del arte, porque se tiende a asociarlo con los lugares en los que ha solido recrearse”.

Intervenciones como las firmas en el metro logran renovar los modos para visibilizar los bienes culturales de la ciudad, según el experto. La propuesta, enfatiza, es más horizontal. Se vuelve hacia las ritualidades tradicionales del arte: “La gente va a un museo como cuando va a la iglesia: en silencio y esperando a que eso —la obra o el santo— le diga algo”, sentencia.

Tramo 3

Ya en La Estrella, la última posibilidad lineal que tiene el metro, Álvaro Morales, director del Museo Pedro Nel Gómez, amplía el porqué de la iniciativa que ya supera los 20 años. “¿Por qué lo hacemos? Es que el metro es lo que fue la Vuelta a Colombia en su momento. Es una especie de aglutinador local. Este, desde que está en funcionamiento, lo que ha hecho es conectar a territorios que están más lejos de la centralidad. La ciudad se ha vuelto más orgánica en ese sentido”, introduce.

Aunque los museos cuentan con un patrimonio valioso, dice Morales, la carencia de movimiento ha sido, desde siempre, uno de sus retos: “Lo que pasa con los museos es que estamos atrapados en nuestras sedes, porque dependemos de la visita. Como eso no siempre es posible, estrategias como la del metro permiten que millones de personas nos vean, sin tener que ir a un punto en específico”.

El ejercicio de las firmas y demás intervenciones en el sistema masivo (ver Para saber más) es un aperitivo, concluye. “Son una especie de boletas de invitación. Lo que decimos es: conozca, aquí, un bocadito, que en determinado punto la ciudad tiene los contenidos originales para que usted los disfrute. Allí han estado fotógrafos y escritores, artistas distintos. Hacer del metro un espejo de la misma gente”, remata.

El tren cambia de sentido. Al no haber más rieles sobre los cuales moverse, marcha hacia el Norte. Pasadas varias estaciones, se encuentra con su par, que va al Sur. Hay algo de particular en ese otro tren. Se habla, en su exterior, de 100 palabras. Un impulso lleva a que allí termine este relato. Cada vagón está colmado de cuentos que, aunque firmados, viajan anónimos.

Uno de ellos dice: “Desde pequeña, me enseñaron que el placer es como un timbre que, apenas lo tocas, invoca al diablo. Por eso, cuando mis dedos correteaban por mi cuerpo sentía la llegada inevitable del demonio (...). Nunca me enseñaron que, a veces, es el diablo quien viene a tocar el timbre, tiene los ojos azules, las uñas largas y le gustan las tardes lluviosas porque el agua lava el ruido. Algunos lo llaman diablo, yo lo llamo león, mi mamá lo llama tío”.

El cuento lo firma una joven de 25 años. ¿Viajará en ese vagón la Débora Arango de estos tiempos? Otro relato, de un pequeño, remontaría a cualquiera a las letras de Carrasquilla... Pero ese vagón de anónimos será insumo de otra historia. Lo que es claro es que el metro se convirtió en un papiro en movimiento que tiene espacio de sobra para trazos célebres y no tan célebres

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