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La historia del río más sagrado de todos (y el más contaminado) que limpia almas

No hay lágrimas, tampoco un ataúd que guarde dos metros bajo tierra al difunto. Aquí le sonríen a la muerte.

  • Varanasi (por donde pasa el río) fascina, conmueve, sofoca y repugna; todo, al tiempo. La muerte alimenta la vida como la madera al fuego, un ciclo que se repite hace miles de años, a orillas de un río sagrado, y sucio. . FOTO Sstock
    Varanasi (por donde pasa el río) fascina, conmueve, sofoca y repugna; todo, al tiempo. La muerte alimenta la vida como la madera al fuego, un ciclo que se repite hace miles de años, a orillas de un río sagrado, y sucio. . FOTO Sstock
  • Foto Laura Maria Ayala
    Foto Laura Maria Ayala
  • Foto Laura María Ayala
    Foto Laura María Ayala
12 de julio de 2020
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El estiércol de una vaca sagrada es tan apestoso como el de cualquier otra vaca mundana. O más, porque en Varanasi las vacas van y vienen a su antojo, como si se supieran de mejor familia. Se les ve en callejones, escarbando con su hocico en la basura, atravesadas en las vías, esparramadas por ahí, rumiando y cagando. Las calles son un campo minado de excremento que los hindúes esquivan sin pudor. Los demás, turistas, de ojos redondos, cara blanca por el protector solar y cámara colgada en el pecho, más torpes, quizás demasiado occidentales, nos ensuciamos hasta la conciencia.

El olor profano, repugnante, contrasta con el aroma de los dioses. De los templos, que se cuentan por miles –y deben ser bastantes para adorar a los trescientos treinta millones de deidades que caben en el hinduismo– se escapa el humo tibio del incienso de sándalo y una fragancia dulzona de las flores de caléndula. Y qué decir del perfume de los príncipes, de los mismísimos maharajás, casi de origen divino, de palacios fastuosos, joyas extravagantes y harenes de Las mil y una noches, bañados en su época de gloria en el mismo destilado de rosas y jazmín que ahora se ofrece en frascos de vidrio a cualquier turista que sepa regatear.

Cada aroma impacta apenas la nariz se asoma en esta ciudad, que ha olido igual, por lo menos, hace tres mil años, quizás cuatro mil, historiadores y arqueólogos no se ponen de acuerdo. “Si quieren ser exactos, Varanasi existe casi desde siempre”, dice Vipin, el guía de esta expedición, para zanjar la discusión. Luego hace una seña que indica el camino hacia el río más sagrado de todos. Veintitrés colombianos lo seguimos como hormigas, en fila india, aunque tanto orden sea una rareza por aquí.

Última parada

Andamos de prisa, esquivando las reses perezosas y las personas que, por falta de rupias o por convicción, duermen en el pavimento. Juntos, revueltos, animales y humanos aguardan el amanecer; para continuar mal viviendo, unos y otros, impulsados por la fe, para seguir su peregrinaje. Por lo menos una vez en su vida los hinduistas deben marchar hasta Varanasi, tan sagrada como Roma, La Meca y Jerusalén, y bañarse en el Ganges, hacer una ablución.

Viajan en carro, bus, avión o colgados de un tren desde todas las esquinas de India –no es corto el recorrido en el séptimo entre los países más grandes del mundo– y se sumergen al alba en la rivera. Se entregan a los brazos de la diosa Maa Ganga o Madre Ganges, que es el mismo río, y en una especie de chapuzón divino, como reza la tradición hindú, expían sus pecados, los purgan por millones en un agua que hace rato perdió su color turquesa y es cada vez más marrón.

Purifican su alma entre la inmundicia. No es una exageración. El Ganges es uno de los ríos más contaminados del planeta. Si se analizan 100 mililitros de su agua, lo que cabe en una taza de té, hay más de un millón de bacterias fecales.

No deberían haber más de quinientas para bañarse y ninguna, según la Organización Mundial de la Salud, si se quiere beber sin resultar en el retrete o en el hospital. La hepatitis, el cólera y la gastroenteritis aguardan en sus albercas, alertan los expertos, con sus batas blancas, desde sus laboratorios, pero qué saben ellos de la fe en la ciudad de los 23.000 templos.

Zambullirse en sus aguas los conecta con lo sagrado, poco importa lo demás. Varios devotos llenan envases con el líquido sagrado que llevan consigo a casa. Si alguien de la familia enferma y no puede viajar hasta el río o si está agonizando, le dan un sorbo. “Milagros portátiles”, bromea el guía.

Con fecha de vencimiento

Nos escoltan a la distancia un perro callejero famélico y un mono cojo, seguramente exiliado de su pandilla de primates. Los mueve el hambre, el deseo de que uno de esos extraños que andan tan juntos los alimente, les lance un banano, un trozo de naan. ¡No hay tiempo para conmoverse! Otra miseria y otra hambruna, la de las personas, golpea con fuerza a cada paso.

Un anciano, más huesos y capas de tela que carne, intercepta al grupo. Extiende la mano y lanza una súplica que suena inusual: pide ayuda para quemar su cadáver. Está desahuciado y quiere comprar madera, unos 200 kilos de palos de mango, para su cremación. No es el único que se prepara para su deceso. La capital espiritual de la India está llena de enfermos y viejos que, sentados en las escalinatas de piedra que descienden al Ganges, esperan su final.

No es una escena lúgubre. Se saben afortunados. El dios de la destrucción, Shiva –fácil de reconocer por su piel azul, la cobra enroscada en el cuello y los tres ojos– prometió librar del penoso ciclo de las reencarnaciones a quien muera en Varanasi. En términos prácticos, no regresará a la Tierra como una cabra, un grillo, una golondrina o cualquier otro ser impuro, su alma será libre. “Se escapará de mil vidas de sufrimiento –dice Vipin– del mal karma si es que ha actuado o ha hablado mal y alcanzará el moksha, el nirvana o el paraíso, como cada quien quiera nombrarlo”. ¡Insuperable promesa!

Varanasi, también conocida como Benarés, es el lugar donde los hindúes quieren morir. Incluso hay hoteles como Kashi Labh Mukti Bhavan que solo aceptan huéspedes con una expectativa de vida de máximo 15 días. Nadie se escandaliza por ponerle fecha de vencimiento al cuerpo, al fin de cuentas es desechable.

Foto Laura Maria Ayala
Foto Laura Maria Ayala

La vida arde

Vipin alza su mano nuevamente, debemos detenernos. El tintineo de las campanas anuncia el paso de un cortejo fúnebre. Once hombres con turbantes de colores cargan en una camilla de bambú el cadáver de su pariente. Hijos, tíos, hermanos, esposos, primos –no hay rastro de mujeres– lo llevan rumbo al horno crematorio Manikarnika, a orillas del Ganges. Allí arden cada día, al aire libre, unos doscientos cincuenta cuerpos.

Cruzo la mirada con uno de los dolientes, esperando lágrimas en sus ojos. Qué cliché. Él me sonríe. Todos cantan. Entonan rezos en sánscrito, los mismos que se han repetido en Varanasi desde antes que Atenas floreciera, Roma fuera un imperio o un mesías partiera en dos el calendario de occidente. “Varanasi es más antigua que la historia, más antigua que las tradiciones, más vieja incluso que las leyendas, y parece el doble de antigua que todas juntas”, escribió sobre ella Mark Twain. El tilín, tilín se va alejando. A su paso queda una nube de incienso para recordar que recién la muerte pasó por ahí.

¿Para qué desesperarse?

El camino se ensancha y el Ganges, gigante, eterno, emerge custodiado por un ruidoso enjambre de vendedores ambulantes a la espera de turistas.

Ahí estamos los 23 colombianos. Los indios se duplican. Nos abrazan con crisantemos amarillos tejidos en coronas, globos de colores, especias, metros de seda y velas. Hablan en inglés, francés, español, el idioma que haga falta, y sonríen, nada les arrebata ese gesto. Ofrecen su producto, regatean, insisten hasta el hartazgo. No aceptan un no por respuesta, vuelven a intentar, no se rinden, menos conocen el afán.

Aguardan al extranjero a las afueras de su hotel, a la salida de los templos, en las escaleras que descienden al río. Igual esperan sentados en su rickshaw (una especie de mototaxi) a que, entre tantos que zumban por ahí, un pasajero los agarre, y si chocan con alguien, en el caos del tráfico y las bocinas –pite, por favor, se lee en la parte trasera de los carros–, no discuten. Aprovechan el impasse para mejorar su karma.

La paciencia es su virtud. Esperan, impávidos, amontonados en el piso de la estación, ocho, diez, doce horas a que llegue el tren atrasado sin hacer reclamos. A lo mejor es un efecto secundario de la práctica del yoga, “el regalo de India al mundo”, como lo describe Narendra Modi, el primer ministro de la democracia más poblada de todas, con 1.340 millones de almas.

Foto Laura María Ayala
Foto Laura María Ayala

Un buen día para morir

Cuatro hogueras arden en las escalinatas que descienden al Ganges. Los doms, miembros de la casta que por generaciones ha trabajado en los crematorios, preparan otra pira; ya hay tres encendidas. Cubren el cadáver con leña y lo rocían con polvo de sándalo y aceite de mantequilla. Un hombre, de cabeza rapada y envuelto en una túnica blanca, seguramente el primogénito del difunto, se acerca. Aviva el fuego.

El cuerpo empieza a chamuscarse, se desmorona ante sus familiares, ante la fila india de colombianos. “Nada de cámaras”, advierte Vipin, por si alguien quiere una fotografía post mortem. Curiosos, como quienes se reúnen en un parque a ver una partida de dominó o de ajedrez, los extranjeros presencian cómo los cuerpos arden hasta convertirse en nada. No hay llanto ni luto. Tampoco ataúdes que esconden al difunto.

“Aquí la muerte no se niega –explica la experta en religiones comparadas, Diana Eck, en su libro, clásico, Banaras: City of light–. Posiblemente por eso no se le teme, en cambio se recibe con los brazos abiertos, como una invitada que se esperaba hace tiempo”.

A veces quedan despojos tras la incineración, huesos que se echan al río o algún diente de oro. Los doms, indeseables en su sociedad aún fragmentada por el vetusto sistema de castas, escarban entre el polvo antes de verterlo en la rivera. Su tarea no acaba: siguen otros restos y siempre vendrán más.

No todos, sin embargo, pasan por el fuego. Los niños, las embarazadas, los sadhus u hombres santos –que no necesitan purificarse–, los que murieron por la mordedura de una serpiente y los más pobres entre los pobres –que no pueden pagarlo– van a parar directamente a las entrañas del Ganges. Los arrojan amarrados a una piedra pesada que los arrastra hasta el fondo. Tardan semanas en descomponerse y, de vez en cuando, cuando llega el monzón con su lluvia, algún despojo humano emerge entre los vivos. Nadie se inmuta.

Todo fluye

A pocos metros del ghat funerario de Manikarnika, los niños corretean para elevar sus cometas de papel. Las cenizas chocan en sus rostros o ensucian las sábanas blancas que extienden las lavanderas, envueltas con sus saris de colores. A su lado, un hombre en calzoncillos se enjabona en el río y se enjuaga entre el agua turbia y otro, más joven y de rasgos occidentales, medita a la orilla sentado en flor de loto.

La escena la completa el grupo de colombianos, en una de las barcas que llevan y traen foráneos inoportunos, voyeristas del río. Una niña de unos nueve años, sonrisa amplia y piel morena, también abordo, nos vende por 20 rupias –menos de mil pesos colombianos– una ofrenda floral y la posibilidad de pedirle un deseo al Ganges. Una oferta difícil de rechazar.

¡Deme dos!, ¡yo quiero tres!, se oye en el barco. Cada quien enciende con un fósforo la vela, rodeada de crisantemos amarillos, y la deja ir en el agua. Quizás Shiva, el dios que lo destruye y lo renueva todo, nos escucha. Tal vez la suerte nos sonríe.

Las flores se van con la corriente y el viento apaga la llama. En el cielo, teñido de naranja, aparece una bandada de aves. Rapaces se abalanzan sobre un trozo de lo que fue un sacerdote, un papá, una mamá, un hermano, una hermana o un hijo, acaso un esposo o un amante, a medio descomponer. Luchan por sus despojos. Nada detiene la vida en el Ganges.

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