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Ya habían ingresado algunos familiares en el día de visita a la cárcel de Anísio Jobim, en la ciudad brasileña de Manaos, cuando los presos comenzaron a asfixiar a otros y a apuñalarlos con cepillos de dientes convertidos en puñales.
Murieron 15 personas. La masacre del pasado domingo, cuyos detalles reveló el secretario para la administración penitenciaria del estado de Amazonas, el coronel Marcus Almeida, fue la primera de cuatro que, en dos días, dejaron 55 presos muertos en el norte de Brasil.
El resto de los cadáveres fueron descubiertos en sus celdas en las revisiones del lunes de ese mismo penal y las del Instituto Penal Antonio Trinidade, la Unidad de Prisiones de Puraquequara y el Centro de Detención Provisoria Masculino.
El escenario de una matanza entre prisioneros no estaba fuera de los cálculos de las autoridades de Brasil, el tercer país del mundo con mayor población carcelaria detrás de Estados Unidos y China. Hace 2 años, en los primeros 15 días de 2017, al menos 123 presos murieron en disputas entre grupos criminales dentro de los centros penitenciarios de Manaos.
Lo que no previeron en esta ocasión, según explicó a medios brasileños el gobernador de Amazonas, Wilson Lima, fue que los asesinatos se cometieran entre miembros de la misma banda, la Familia do Norte, uno de los grupos en Brasil para los que las cárceles son un campo más para sus negocios y cada nuevo preso un prospecto de recluta.
Como explica Jordania Dias Pereira, magíster en sociología de la Universidad de Sao Carlos en Brasil, cuando un recluido ingresa a un penal, su prioridad es unirse a un grupo para sobrevivir y, como tal, responder a sus encargos.
La realidad no es exclusiva de ese país. Gustavo Fondevila, académico del Centro de Investigación y Docencia de México (Cide) y quien ha comparado la situaciones penitenciarias de países como El Salvador, México, Perú, Chile, Argentina y Brasil, “en las cárceles de América Latina operan pequeños estados dentro del Estado, negocios criminales que permiten comprar lo que sea y en el que ciertos reclusos manejan mucho más dinero que los carceleros”.
La tendencia de sobreutilización de la cárcel como medida para combatir la criminalidad no parece próxima a cambiar, pese a masacres como las de Brasil. Ayer, el ministro de justicia brasileño, Sergio Moro, dijo que esos hechos hubieran podido “ocurrir en cualquier lugar del mundo” y afirmó que era “muy complicado” reducir la población carcelaria.
Su política, según Dias, va de hecho en sentido contrario, hacia el endurecimiento de las penas para que más personas vayan a la cárcel y, de acuerdo a los expertos, engrosen las filas de estructuras que libran sus guerras dentro y fuera de los barrotes