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No solo una mentira repetida se convierte en verdad sino que invertir dinero para obtener las conclusiones erróneas que pueden perjudicar la salud de las personas es una práctica común también que cala y deja huella, mucho más de lo que pudiera pensarse.
Documentos salidos a la luz pública en los dos últimos años, bien sea revelados por revistas científicas reconocidas o por investigaciones periodísticas pusieron de nuevo sobre la mesa algo que entre bastidores se menciona: el poder de las grandes industrias para favorecer sus intereses, en unos casos incluso contra la salud pública de acuerdo con esos reportes.
Las industrias azucarera, tabacalera, de alimentos y petrolera son claros ejemplos de presiones de una u otra forma, muchas veces con el patrocinio a grupos ciudadanos de interés y a investigadores e instituciones relacionadas con la salud.
Acciones con el fin de retardar o relegar medidas que buscaban controlarlas ante evidencias del daño que producían los productos que fabricaban.
Y así como desde al menos 1957 las firmas petroleras identificaron el rol potencial del petróleo en las emisiones de dióxido de carbono, el principal gas de invernadero incidente en el calentamiento global y el cambio climático, la industria lo ocultó ‘moldeando’ la ciencia para ‘moldear’ la opinión pública como citó The Huffington Post.
Hacia 1970 poseían la tecnología para cortar las emisiones, pero invirtieron en investigación para desechar los riesgos de una crisis climática.
El sector se valió de firmas de estrategias de mercadeo y publicidad, de institutos científicos y de firmas de relaciones públicas e incluso de científicos para promover sus ideas.
La industria tabacalera, de acuerdo con funcionarios del Center for International Environmental Law (Ciel), copió las estrategias y empleó las mismas firmas.
Pero no son los únicos sectores en el subrepticio mundo de las intrigas empresariales. Un artículo en Plos Medicine, resumido en el BMJ en marzo de 2015, mostró cómo la industria azucarera logró postergar con éxito durante casi diez años los estudios para precisar los efectos del azúcar en la caries, la enfermedad más común de la humanidad.
En BMJ, Michael McCarthy resumió que “la industria del azúcar logró con éxito cambiar el foco de la gran iniciativa de Estados Unidos para reducir la caries dental de las investigaciones del rol del azúcar en la dieta hacia intervenciones que no requerían reducir el consumo”.
Una conclusión a partir del artículo en Plos Medicine, de Cristin Kearns, Stanton Glantz y Laura Schmidt, de diferentes centros de la Universidad de California, en el que con el análisis de documentos de la industria azucarera entre 1959 y 1971 se dedujo que al no poder contrariar las evidencias de la relación entre caries y azúcar y al ver que en 1966 se iba a desarrollar un programa de investigación para erradicar ese mal, adoptó la estrategia de desviar la atención a intervenciones de salud pública para reducir los daños del consumo de azúcar en vez de medidas que restringieran el consumo. Una táctica que incluyó dineros para investigar acerca de enzimas que destruyeran la placa dental y sobre una posible y muy cuestionable vacuna contra la caries, además de alianzas con miembros del Instituto Nacional de Salud Dental de Estados Unidos.
Aunque la industria no era parte del grupo de tareas sobre la caries del Instituto, contribuyó a establecer las prioridades de investigación, al punto que este aceptó tácitamente que la reducción del consumo no era práctica. Así, en el documento base del Programa Nacional de Caries se incorporó el 78 % de los lineamientos del sector azucarero (International Sugar Research Foundation). De las 274 líneas, 110 o 40 % fueron copiadas o parafraseadas de la ISRF: 34 % copiadas y 66 % parafraseadas.
La mayoría de las propuestas de la industria fracasaron al final, porque en 1977 el Instituto Nacional de Investigación Dental acogió un modelo animal para identificar el potencial de los alimentos para provocar la caries. La industria había ganado diez años.
Ese poder desbordante no se circunscribe a un solo país o territorio. No solo industrias ligadas con sus productos al azúcar, como las bebidas gaseosas sino otras alimenticias con incidencia de uno u otro modo a la crisis de obesidad, contribuyeron entre 2004 y 2013 a financiar el Consejo de Investigación Médica y el Comité Científico Consejero en Nutrición del Reino Unido, dos órganos gubernamentales de alto nivel, según un estudio en el citado BMJ.
Un artículo de Jonathan Gornall, periodista, demostró que solo la Unidad de Nutricion Humana recibió fondos anuales de 250.000 libras en promedio durante la década pasada, financiación que incluyó diez proyectos de investigación de Susan Jebb, profesora de dieta y salud de la población en la Universidad de Oxford, antes de que fuera designada para un cargo gubernamental sobre salud pública.
Dineros que también fueron a expertos de aquel comité consejero que hizo la primera revisión de la guía sobre carbohidratos en la dieta. Y aunque investigadores implicados negaron alguna influencia en el resultado de sus estudios, el conflicto de intereses quedó planteado. Una revisión de las declaraciones de intereses de los miembros del Comité Científico durante 12 años, mostró 539 declaraciones individuales de relación con organizaciones comerciales, incluyendo firmas de alimentos, grupos industriales y farmacéuticas.
La ‘solidaridad’ azucarera alcanzó instancias internacionales. The World Sugar Research Organization, una entidad comercial que representa 30 miembros internacionales con intereses en las industrias del azúcar de la caña y la remolacha bloqueó con éxito en 2003 la recomendación cuantitativa conjunta de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) para limitar los azúcares libres, siendo remplazada por la vaga recomendación de limitar la ingestión de azúcares libres. La posición de la WSRO también fue enfática ante el borrador de 2014 que actualizaba las recomendaciones, insistiendo con fuerza y claridad que las intervenciones sobre salud dental deberían centrarse en reducir el daño con acciones como el uso de pasta dentífrica con flúor en vez de restringir el consumo.
Todo ello a pesar de estudios como el de Aubrey Sheiham y W. Philip T. James, investigadores británicos, que a mediados de 2014 presentaron en Public Health Nutrition un análisis sobre la relación entre azúcar, caries y el uso del flúor, sugiriendo que la caries se presenta en dientes sensibles o resistentes de los niños con solo una ingestión del 2-3 % del consumo energético durante al menos tres años, y aunque el flúor incide en el progreso de la enfermedad se mantiene la prevalencia en la población de todo el planeta. Para ellos, la recomendación de que los azúcares no representen más del 10 % de la dieta energética “ya no es aceptable”.
La caries, que es la enfermedad crónica más común en el mundo, de paso, responde por el 6 a 10 % de los costos totales de salud. Y la ingestión de azúcar para suplir la demanda energética individual en la mayoría de países, según la FAO, supera el 10 %.
A los 11 años de haber formado la industria del azúcar su instituto de investigaciones, el sector tabacalero creó un comité similar, según el artículo en Plos Medicine. Su primer director científico, curiosamente, fue quien había iniciado el del grupo azucarero. Así, las tabacaleras comenzaron a trabajar con el Instituto Nacional del Cáncer de Estados Unidos en investigaciones tendientes a reducir el daño del tabaco y a desarrollar cigarrillos... más seguros.
Historias de intrigas que tuvieron un último capítulo, a finales de 2016, cuando en el American Journal of Preventive Medicine, Daniel Aaron y Michael Siegel, mostraron cómo de 2011 a 2015 las dos grandes compañías de bebidas gaseosas en Estados Unidos hicieron lobby contra 29 leyes que buscaban reducir el consumo de esas bebidas o mejorar la nutrición, en lo que para los investigadores es una demostración del interés principal de aumentar las ganancias a costas de la salud pública.
Fue una de las tácticas utilizadas, pero asimismo incursionaron para ganarse el favor de las instituciones de salud patrocinando 96 de ellas, incluyendo muchas de carácter médico, públicas y cobertura nacional cuya misión entre otras es combatir la epidemia de obesidad. Un vínculo para desarrollar asociaciones positivas con las marcas. Al aceptar dinero de esas compañías las organizaciones de salud, escribieron los autores, participan en sus planes de mercadeo.
Para David Stuckler, profesor de Oxford citado por Gornall, “esto cae en la categoría de esfuerzos para alejar la regulación pública, e intentar debilitar la salud pública trabajando con ella”.