“Por acá por el Tricentenario también pasó. Dijo muchas cosas. Que nos iba a ayudar. Que todo era para mejorar y muchos como yo le creímos: imagínese... ¡que los servicios gratis!... ¿cuándo por Dios?, tan boba que es uno”. Dice doña Margarita, ya entrada en años, con arrugas marcadas a profundidad en una piel que hoy luce gruesa y fuerte porque con certeza, la vida le ha dibujado muchas historias difíciles y ella, apacible, ingenua, y con la tranquilidad de la que gozan los que saben que en la vida no se trata de tener sino de ser, ha sabido colorear penurias en todos los tonos. Recuerda que por duro que sea, los tragos de aguapanela en la mañana nunca faltaron.
Esto lo dice entre risas, primero peinándose un pelo canoso fino, cruzando brazos y amarrando codos con esos dedos gruesos y tiesos por la artritis después de admitirlo: “acá [en el barrio] no se gana, pero se goza. Estamos más acostumbrados a perder que a ganar, pero ya aprendimos esa lección –o eso creemos”–. Dice que esta vez les volvió a pasar porque el muchacho era de por acá, pero que esta vez le preocupa más que las otras. Según ella –“no es por mí que ya voy saliendo”–; sino por los muchachos. “Ellos [hijos y nietos] quedan acá con la casa y el aire que tenemos, y con ese enredo de gente que promete mucho pero no hace nada”. Lo único que ella entiende después de tantas cosas que dicen, es que este problema es de políticos que tienen ganas de quedarse con todo y dejarlos sin nada. “Imagínese, EPM que es bien buena y hacen de todo, hasta esa UVA Sin Fronteras que es tan bonita. Es que da es pesar que se quieran robar esa empresa después de lo que la hemos cuidado”.
Salta en el tiempo de la historia y retoma diciendo “(...) cuando vino nos contó historias de cuando era niño, de unos mangos porque no había más para comer. Y en mi casa nos reímos frente al televisor con mis nietos porque nosotros también hemos comido mangos de esos palos sin tanto alboroto” –agudiza la vista haciéndose sombra mientras abre la mano con un saludo militar por el sol o por el cuestionamiento–. “De pequeñito muy poquito lo recuerdo, no le voy a decir mentiras”, afirma seria: “hasta y lo estaré confundiendo con otros peludos que jugaban con mis muchachos, a mí ya se me olvida todo”.
Lo que sí recuerda muy bien dice ella, es que en el Tricentenario siempre ha tenido agua y se puede tomar de la canilla, le recogen la basura cumplidos y bien tempranito. La nevera siempre funciona porque es muy raro que se le vaya la luz, y “en diciembre sin falta, con Hernando y Roberto, y los muchachos, cogemos carro pa ver los alumbrados y a comer empanada. Es que son muy lindos, ¿cierto que sí?”.
Reconoce que a veces se queja de la factura, pero ella sabe que es porque los muchachos se pegan de ese televisor todo el día, “viven con los ojos cuadrados, no se despegan” y cuando ha hecho falta, alguno de los muchachos de la casa le colabora.
Cerrando la conversación y ya con los dedos entrelazados por la espalda mientras une pulgares, levantando el mentón y sumergida en un vestido rosado que ya evidencia su delgadez, chanclas negras y un tapabocas azul cielo dice mientras inclina la cabeza un poco: “algo tenemos que hacer, y no nos podemos quedar callados, si no nos dejan sin nada. Este muchacho resultó aventajado”.
“Mi Dios le pague por el ratico, conversamos sabroso” dice despidiéndose. Después de unos pasos de regreso a su puerta, voltea, levanta la mano izquierda en un gesto de despedida y grita: “tranquilo que con la verraquera de siempre lo resolvemos”.