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Nota: este relato enlaza con la serie de columnas numeradas con la letra P.
Y los artistas transitaron silenciosos durante ese trasegar político de disputas irreconciliables e interminables en Colombia. Todos conocen cómo funciona: gritar más, imponerse más, violentar más. Nadie sabe cómo se enquistó en la cultura local porque sin ir más lejos, existe evidencia de las disputas enardecidas desde antes de la gestación de las cartas constitucionales de 1863 y 1886. Desde entonces y hasta hoy, el mismo patrón. Ideas enfrentadas y contrapuestas. Intenciones de imponer posiciones, nunca de construirlas.
Quizás, y agudizando la crítica a la historia, ese sentimiento enardecido y violento tendrá que ver con esa deuda histórica que dejó la imposición de la fuerza durante la conquista y la colonia en estas tierras. Nativos dominados por armas, enfermedades y caballos que llegaron en carabelas y con afanes de saqueo, tras ver trucada su evolución cultural y borrada su construcción social, se llenaron de desesperanza. Que eso, mezclado con el exilio obligado de quienes llegaron de África a engrosar las filas para saquear más rápido gestó un rencor particular. Uno que después de independizarse y haber superado la opresión de la conquista y la colonia, ya hoy no tolera la contradicción ni la oposición.
Quizás es por esa deuda histórica emocional que 528 años después de la conquista, sigue reclamando su derecho a la identidad, a saber quién es cada quién y por qué es así. Qué identidad defiende.
Es quizás el no reconocer o aceptar –costo que deberá asumirse en algún momento para dar el siguiente paso–, que esa oportunidad perdida de conservar la identidad sigue siendo motivo para defender las ideas con violencia. Sin pensar en construirlas. Por el contrario, y por “venganza histórica”, todavía se prefiere imponer el punto de vista que se tiene. Esa falta de identidad es la que obliga a que hoy, y después de tantos devenires políticos, la política nacional y el consenso general no llegue a su acuerdo.
Los artistas pasaron tan silenciosos, y han sido tan omitidos, que se debilitó su aporte a la construcción cultural. La importancia del Arte en Colombia tuvo que ceder a la urgencia del enfrentamiento político. El más grave error nacional. Se pensó que los artistas no aportan. Nunca se dimensionó que hacerlos a un lado y posiblemente vetarlos del debate, iba a hacer más grave el sumidero de olvido y rencor en el que caía aceleradamente la memoria nacional. Nunca se reconoció que restarles importancia a los artistas ayudaría a perder más rápido la identidad cultural. A agregar combustible a esa llama en fuego que ya ardía en Colombia porque como decía Lucho Garzón el humorista a los estudiantes de la Universidad Nacional en un discurso de bienvenida a primíparos: “la violencia (...) aparece porque no sabemos quiénes somos”. Una frase fuerte que resume el actuar nacional.
Es momento para reconstruir esa identidad. Para dejar de lado los hitos históricos nacionales convencionales demarcados como fechas de conquista, batallas, muertes y encuentros políticos, para comenzar a referenciar la historia nacional con el natalicio de un artista o de una obra de arte. No hablar de la muerte de un “prócer” sino de la fecha en que se gestó una pintura.
Ser capaces de referenciar el momento histórico en el que nació el cuadro “Horizontes” (1919) de Francisco Antonio Cano, y en esa imagen, los colores y la técnica utilizada, en ese silencio reflexivo que produce observarla, reconocer a quiénes representa y cómo los identifica. Qué estaba pasando en el lugar en que se confeccionó en ese momento. Si eso lo logra una imagen, hacer lo mismo con la música que se ha hecho en Colombia, pasillos y guabinas, salsa si se quiere. Danza. Teatro.
Y así, construir de nuevo la identidad perdida.
Nota: la Esperanza, dice el capitán de un barco local muy grande, es la suma de sueños, ganas y caminos
