Debo anotar mi desacuerdo con el titular en la edición digital de este periódico el pasado 31 de diciembre, con motivo de la muerte del papa emérito Benedicto XVI, al destacar como elemento principal que estuvo “acusado de nazismo”. Lo único cierto es que siendo jovenzuelo tuvo que integrarse, como lo tenían que hacer todos, sin excepción, a las juventudes hitlerianas, pero más allá de alzar el brazo cuando tocaba formar por las mañanas antes de entrar a clase, nada hay en su biografía que lo vincule con el nazismo. Es una grave injusticia sembrar esa sospecha.
En cambio, sí que se pueden hacer consideraciones sobre su gestión como pontífice de los católicos. De su faceta intelectual hay unanimidad sobre su enorme talla. Quien esto suscribe no se ha sumergido en las complejidades de la teología, esa ciencia que, al decir de Borges, se asimila a la literatura fantástica. Pero sí he seguido con enorme desconsuelo las constantes noticias de la impotencia de los papas de Roma para erradicar la principal aberración de su Iglesia: el abuso de miembros del clero contra menores de edad en todo el mundo.
El carismático Juan Pablo II, “¡santo subito!”, jamás le prestó atención al problema. Por el contrario, recibía halagado las zalemas y ofrendas del atroz Marcial Maciel, una de las personalidades más perversas no solo del catolicismo sino de la historia. Wojtyla alimentaba su propia vanidad teniendo ante sí multitudes que lo aclamaban, mientras en su Iglesia cundían los crímenes contra los más indefensos. Al llegar Ratzinger, se percató de que casi nada podía hacer. Ahora Francisco se contenta con hacer declaraciones contra el capitalismo y reivindicar un peronismo miserabilista que tiene a su propio país en la ruina. De allí que el catolicismo, aunque todavía fuerte, cada vez pierda más rebaño