Tal vez nunca se evalúa lo que se pierde, en plata y en plenitud humana, con el tiempo que se pierde (valga la redundancia) durante una cuarentena, en un encerramiento como este. Y cómo nos duele estar condenados a dedicar nuestro tiempo a las que llamamos cosas inútiles.
Pienso que entre las actividades felicitarias, de que habla Ortega y Gasset, habría que señalar también la de dedicar tiempo y energía a conocimientos o disciplinas no rentables, que pareciera que no sirven para nada. Dicho más claro, dedicarse a lo inútil. O, dicho con el tono moralista de una sociedad utilitarista, a actividades calificadas de inútiles que son desechadas y no merecen ser tenidas en cuenta. ¿Para qué gastarles tiempo, sabiendo de antemano que no nos van a dar dividendos económicos, ni fama, ni renombre?
Si uno hace un inventario de los sueños que ha ido desechando en la vida por inútiles, descubrirá que parte del vacío interior que siente ahora se debe a que se cortó las alas cobardemente. Y lo peor, que bajo la etiqueta de inutilidad que les damos a esos sueños imposibles encubrimos falta de disciplina y persistencia, el desaliento lánguido que invade a los sobrevivientes de las batallas perdidas.
Hay que saber disfrutar del placer de lo inútil para contrarrestar el acoso asfixiante de los trabajos hechos por obligación o por la simple búsqueda de dinero. Para conjurar el estrés, qué deliciosas esas aventuras inútiles a los ojos de los demás pero que tanto pueden enriquecernos interiormente y nos deparan satisfacciones personales que tal vez nadie más pueda comprender.
Ojalá haber empezado joven. Pero tampoco es tarde si, ya en el ocaso de la vida, hacemos realidad ese sueño escondido entre los escombros de los años. Es hermoso descubrir que en cualquier momento de la vida es todavía posible empezar a caminar, a hacer algo que siempre quisimos y fuimos posponiendo. El solo intento ya es un sorbo del elíxir de la eterna juventud.
Tiene su encanto llenar el día, no de lamentaciones porque ya uno viejo no puede salir casi ni a la puerta, sino de renacidas ilusiones para lograr lo que siempre quiso hacer. Mejor, lo que siempre quiso ser. A nadie tiene que rendir cuentas Esa empresa a la que le está entregando lo que le falta de vida es suya propia. Tal vez no llegue a ningún Pereira o, lo más probable, llegue tarde a Pereira, a ese “ningunaparte” que es, a la postre, la patria de los sueños, a ese museo de cosas inútiles, pero deliciosamente vividas, que es la vida. O la muerte, no sé.
Es el gozo de lo inútil, que llena soledades, silencios e insomnios, aislamientos y cuarentenas. Y cura desilusiones e ingratitudes