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Brujas

Por ana cristina restrepo j.

redaccion@elcolombiano.com.co

“Tengo averiguado con todo disimulo y precaución que a tres mujeres solteras de este pueblo de Suta, que habían resultado embarazadas, como hubiesen acudido a la homicida cruel, les dio a beber el cocimiento de mastranto (cardamina) demostrando que es una yerba muy activa y de virtud muy caliente y fuerte, mezclada con pólvora y sal quemada y molida, cuyos resultados fueron tristes y fatales, pues dos de estas infelices mujeres no solamente experimentaron el fatal efecto del aborto, sino que inmediatamente se postraron en cama debilitándose a fuerza de dolores y flaquezas; consumida y aniquilada su naturaleza, murieron”, cita Guiomar Dueñas, Ph. D. de la Universidad de Texas, profesora de la Universidad Nacional.

En la Colonia, las plantas abortivas eran dominio de parteras y yerbateras: emenagogas (estimulantes de sangrados uterinos), purgantes y pócimas son un recetario entre clandestino e inexistente... ese capítulo de la Historia fue narrado esencialmente por hombres.

“El arte de curar estaba vinculado al espíritu de la maternidad, que combinaba la sabiduría y entrega nutricia, la ternura y la técnica. Las parteras operaban dentro de una red de ayuda mutua femenina [...]”, relata Dueñas. La “pérdida de la virtud” condenaba a la sanción social y la pobreza. Las “brujas”, quienes ayudaban a abortar, enfrentaban la horca, la hoguera, el destierro.

La antropóloga Judith Botero lucha desde 1986 por el derecho a decidir de las mujeres: “¡Nuestro cuerpo, el primer territorio!”. Después de ser madre, se vio en la necesidad de abortar: en 1979, un médico extranjero le practicó una interrupción voluntaria del embarazo (IVE) con la técnica de aspiración manual endouterina.

“Después supimos que había desaparecido. Una mujer de clase alta, ante un obispo de la Metropolitana, confesó que se había practicado un aborto. Él le dijo que si no le contaba quién lo había hecho, no le daba la absolución”, evoca Judith. Después, aquel doctor recibió en consulta a una agente encubierta de la Policía que dijo necesitar una IVE. Tras cumplir la condena, el médico regresó a su patria.

En 1986, Judith fue orientadora de una organización de salud dedicada al “Tratamiento al aborto incompleto”. El servicio de urgencias —legal— permanecía desbordado (solo negaba atención a niñas). Practicaba abortos entre las semanas cuatro y catorce de gestación; las pacientes pagaban según sus posibilidades. Dos años después, fue clausurada por amenazas e intimidaciones de monseñor Alfonso López Trujillo. Una historia similar sucedería con el proyecto inicial de la Clínica de la Mujer: Ilva Miriam Hoyos, delegada por Alejandro Ordóñez, hizo lo propio, abandonando a su suerte a miles de mujeres vulnerables.

¿Qué ingerían quienes llegaban a urgencias, moribundas, por abortos mal practicados? “El aguardiente alemán [purgante] o brebajes de siete hierbas con cerveza o café muy caliente y Mejoral” o se introducían sondas vesicales en el útero sin precaución, explica.

Desde 1989 hasta 2006 (sentencia c-355), Judith trabajó en la clandestinidad. Reconoce la trasformación desde que entraron a proteger los derechos de las mujeres Profamilia, los colectivos feministas y la distribución del Misoprostol.

A espaldas del sistema de salud, se apela a pinzas de legrado, agujas de malla, cebollas y jeringas con sal; a bebedizos que siguen matando a mujeres mientras el aborto continúe en el Código Penal.

La despenalización está en manos de mujeres. Del voto de dos magistradas de la Corte Constitucional pende el destino de las ciudadanas más vulnerables.

Ojalá que las inveteradas antorchas sean hoy luz. Y que Gloria Ortiz y Diana Fajardo enarbolen su resplandor 

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