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Canción de una vida profunda

Por ana Cristina Restrepo j.

redaccion@elcolombiano.com.co

Hay ciertos perfiles imprescindibles para plasmar el espíritu y las tensiones de una sociedad: altruistas, egocéntricos, sumisos, libres, pusilánimes, magnánimos...

Pocas veces logramos conocer sus historias; si acaso, nos enteramos de su paso por el mundo en el muro ritual de los avisos funerarios y obituarios de los periódicos.

Álvaro se graduó de un colegio católico y estudió Derecho en la Universidad de Antioquia. Digno pupilo de Carlos Gaviria Díaz, vivió y murió defendiendo las libertades individuales –dosis personal, muerte digna...–, el derecho a decidir. Las figuras tutelares de su oficina fueron Bolívar, el General Uribe, Gaitán y Galán.

Con su amor, Angélica Lopera Isaza vivió en una casona del centro, un universo inadvertido detrás de un portón de madera y sin ventanas a la calle. El zaguán que se abre al comedor y los salones, pasa por las habitaciones y oficinas, conecta los tres patios y cruza la cocina, desemboca en el Salón Etílico. Entre retratos de John Lennon y Carlos Gardel, del pincel de Dora Ramírez, humo, licor y “empanadas que te mandé a traer”, Alvarito hacía gala de su memoria prodigiosa, su capacidad para establecer vectores históricos y descifrar entre líneas la coyuntura. También fue políglota: después de la tercera copa, dominaba todos los idiomas posibles, la humanidad era su lenguaje.

Sin previo aviso, brotaban sus carcajadas y su tenor: “Hay días en que somos tan móviles, tan móviles, como las leves briznas al viento y al azar. Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos sonríe...”.

Se negó a mudarse del centro de Medellín. Uno de los “secretos” de su casa-museo es la buhardilla, evocación del armario de Las crónicas de Narnia, de C.S. Lewis, donde los niños se escabullían para “desenterrar” un viejo violín, un teléfono de disco o una colección de acetatos. Voces de fantasmas. Siempre se relacionó con los niños como interlocutores superiores, más allá del saludo “¡Como estás de grande!”.

Murió siendo más joven que todo aquel que cruzara el umbral de su reino, que quienes recibimos algún amanecer en el Salón Etílico cantando o jugando tiro al blanco en su diana, rodeada de recortes de prensa (los dardos desviados solían clavarse en la imagen de algún político).

Pudo ser un personaje de Tom Wolfe o de Tomás Carrasquilla, protagonista de un bolero de Agustín Lara o de un tango de Santos Discépolo. Era un asomo de ficción. Durante casi tres décadas, compartió su vida con una mujer fugada de un lienzo de Berthe Morisot: para el adiós, ella arregló un florero con claveles rojos y rosados (flores que Álvaro soñó con comercializar en Covent Garden, cuando vivió en Londres) y le sirvió una copa de Glenfiddich. Acarició el vientre de “Amoritos” hasta sentir su último pálpito.

Mulata, la gata, acudió al regazo del amo.

Quién creyera en la vida eterna para imaginarlo en un piano, con su querido Jaime R. Echavarría, o conversando con su madre centenaria, la “Señora Tatcher”.

Llegó ese día... ¡Oh Tierra!... ese día... en que levó anclas para jamás volver... ese día en que discurrieron vientos ineluctables ¡ese día en que ya nadie lo pudo retener!

La vida no será la misma fiesta sin Álvaro Mejía Restrepo, el imprescindible. Un hombre que no tuvo hijos, pero nos dejó a muchos en una profunda orfandad.

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