Cuenta el argentino Julio Cortázar en su relato Casa tomada las vicisitudes de los dos habitantes de una enorme casa a medida que van siendo desplazados de sus espacios por unas fuerzas que nunca ven, pero sienten en la nuca. Hasta que pierden la casa. Los habitantes de una ciudad grande entre las montañas de Colombia llevan 40 años siendo desplazados por fuerzas que saben que existen, pero son tan poderosas que nadie las contrarresta. Barrio a barrio el control lo ejercen bandas frente a las cuales el Estado y sus autoridades renunciaron hace tiempo a ejercer cualquier forma de aplicación de la ley. Entre ellas conviven, a veces se enfrentan por negocios, a veces colaboran, mientras los habitantes procuran mirar para otro lado.
Hace unos años, digamos desde hace exactamente tres, hubo un cambio. Las autoridades que llegaron a la ciudad siguieron sin combatir a las fuerzas que copaban los espacios de la Ciudad tomada, pero renunciaron también a planificar y ejecutar políticas de beneficio para sus habitantes, y optaron, siguiendo un plan fríamente calculado, por constituirse como otra banda más, solo que mucho más fuerte, pues cuenta con todos los resortes del Estado y de la administración pública para lograr sus fines. La plata de la ciudad es un gran festín para un puñado de aliados del máximo jefe de la banda, que trabaja a dueto con la jefa. La finalidad, aparte de hacer a ese dueto muy rico, es entronizarse en la jefatura de la Ciudad tomada y ocupar el puesto alternadamente como lo hicieron los esposos gobernantes del país de Cortázar, el oscuro Néstor y la intrigante Cristina K.
Los habitantes ya no quedan con casi nada de ciudad. Ven con indiferencia como todo quedó repartido entre las bandas, unas desde los barrios, otras desde los edificios públicos de la plaza principal.