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Quiero empezar esta columna con una autocrítica, con un señalamiento a los economistas o, más concretamente, a los indicadores utilizados por los economistas para estudiar la realidad social, para entender los fenómenos sociales de estos tiempos inquietantes.
Cabe un repaso de los más usados: la pobreza, el coeficiente Gini y las coberturas de servicios sociales. La pobreza se mide usualmente con base en un monto que permite (en teoría) acceder a una canasta básica de bienes y servicios. Las familias cuyos ingresos están por debajo del monto de subsistencia se consideran pobres, el resto no. La desigualdad se mide usualmente con base en el llamado coeficiente Gini, un indicador que promedia las diferencias en los ingresos de un grupo de personas y divide el promedio resultante por el ingreso medio del grupo. Un coeficiente Gini de 0 significa igualdad absoluta y de 1 desigualdad absoluta. El acceso a servicios sociales, educación y salud, entre otros, se mide con base en las llamadas coberturas netas: 90% significa que 9 de cada 10 personas de la población relevante tiene acceso real en condiciones razonables.
La pobreza monetaria ha disminuido sustancialmente durante las últimas dos décadas. El Gini también ha caído. Las coberturas de educación y salud han aumentado: en salud, por ejemplo, la cobertura es casi universal. ¿Qué pasa entonces? ¿De dónde vienen el malestar, el descontento, la desazón y la rabia antes contenida ahora desfogada de tanta gente?
Una primera respuesta alude a las expectativas que, en opinión de muchos, crecen más aceleradamente que el progreso social. Esta respuesta es incompleta, en mi opinión, deja de lado los obstáculos a la movilidad social, el estancamiento de las clases medias urbanas. La insatisfacción viene a menudo de un sentimiento arraigado de injusticia, de falta de oportunidades. Muchas personas de clase media se sienten atascadas en la mitad de la escalera. No perciben la disminución de la desigualdad, pero sí las dificultades en el acceso a los servicios sociales a pesar de las altas coberturas.
Existe una sensación de frustración, la frustración que viene con la idea de que la movilidad social parece imposible hágase lo que se haga. “La vivencia de las personas es que se esfuerzan, se levantan temprano, van a dejar a los hijos al colegio, a la escuela, se suben al transporte púbico, se demoran una o dos horas en promedio en llegar a su lugar de trabajo, cotizan, se esfuerzan para conseguir más recursos y, al final, ¿para qué?”, escribió recientemente la economista chilena Andrea Repetto.
Muchas familias de clase media sienten lo mismo en Colombia. Perciben una desconexión entre esfuerzo y resultados. Los esfuerzos diarios parecen un frenesí ineficaz, una corredera sin destino o al menos una carrera de obstáculos injusta. En opinión de Andrea Repetto, “nosotros (los economistas) asociamos los resultados al mérito, (...), olvidamos el contexto, las condiciones materiales y sociales”.
Tener en cuenta ese contexto, esto es, las barreras a la movilidad social, resulta fundamental para construir no solo sociedades más justas, sino también instituciones más legítimas y duraderas.
