Por MAURICIO PERFETTI DEL CORRAL
@MauricioPerfet2
Somos un país violento en un círculo perverso que pareciera reproducirse continuamente, alimentado por la desigualdad. Las cifras del paro son elocuentes: 42 civiles y dos policías muertos (Defensoría del Pueblo); más de 2149 policías y civiles heridos (Ministerio de Defensa). Una cifra poco mencionada son las 47 víctimas de agresión en ojos; y ni hablar de la muerte del joven decapitado. A lo anterior se suma la destrucción y vandalismo -y delincuencia en varios casos- de bienes públicos y privados (1136 buses y 206 estaciones de transporte público en Bogotá, Medellín y Cali, 108 estructuras gubernamentales; saqueos a 363 establecimientos comerciales y 433 oficinas bancarias). Nos hallamos, pues, en un estado inimaginable de deshumanización, tal y como menciona el profesor Ocampo Madrid. Hace falta compasión por el dolor ajeno, más solidaridad y menos indiferencia selectiva.
El aumento de pobreza, el desempleo juvenil y el resbalón de la clase media subyace sin duda a la protesta de los jóvenes. En 2020, 3,5 millones de personas más se encontraron en condición de pobreza, de los cuales 2,8 millones cayeron en pobreza extrema; se perdió, pues, una década por la pandemia. Según el Dane, en marzo/mayo 2021, el 23,1 % de los jóvenes (14-28 años) se encontraban desempleados, así como el 29,3 % de las mujeres jóvenes. Además, ser jefe de hogar a la edad de 25 años (o menos) está altamente asociado con mayor incidencia en pobreza. Esa es la penosa realidad de muchos jóvenes colombianos. Según el escritor Baricco, en El País de España, los jóvenes son los sacrificados, pues la pandemia les robó un año y medio al obligarlos a encerrarse en casa con los adultos en contra de sus deseos, y sentencia que “nos pasarán la cuenta por ello”; pareciera que esa cuenta ya está a la vista en las calles.
El paro profundizó la polarización que se inició con el proceso de paz. Esta es una terrible paradoja de Colombia si se tiene en cuenta que el conflicto interno era el principal problema unas décadas atrás. Esta polarización alimenta la intolerancia política, el racismo y el odio de clases que no ve bien a indígenas, negros afrocolombianos, pobres, empresarios y generadores de empleo. Nada más elocuente de ello que civiles disparando a la minga indígena, así como los persistentes ataques a bancos y al comercio. Lo anterior constituye un síntoma de lo que el filósofo Han denomina la pérdida de capacidad de escuchar a otros, de entender su lenguaje y su sufrimiento; sin esa escucha se dificulta el tejido de comunidad.
Esa Colombia de hoy debe llevarnos a tres reflexiones: es urgente escuchar activamente a los jóvenes que marchan de manera pacífica, adelantar políticas y estrategias para revertir en corto tiempo los indicadores más adversos y desiguales y abrir alternativas para nuevas oportunidades en acceso y permanencia en educación, empleo especialmente para mujeres jóvenes y apoyo al emprendimiento. Es hora de esbozar un nuevo contrato social que promueva el desarrollo humano desde formas sostenibles de protección social, y que fortalezca una democracia representativa con autonomía frente a los grandes poderes económicos. Por último, urge impulsar diálogos de Nación que construyan puentes hacia nuevos sentidos de comunidad y capital social propios de una democracia moderna