No solo el coronavirus ha atacado duramente a Colombia sino que rebrota el conflicto armado. Las calles son invadidas por quienes protestan legítimamente por las inequidades sociales y excesos de la fuerza pública, gritos de inconformidad amplificados y capitalizados por las armas y las piedras de células urbanas subversivas, adiestradas para sembrar anarquía y terror. Las masacres, que vienen desde la época del auge del paramilitarismo y la guerrilla, renacen con nuevos y reencauchados actores de la subversión. No han sido pocas las regiones en donde las pesadillas de sus zonas urbanas y rurales no dejan conciliar el sueño a sus inermes habitantes.
El Estado se siente impotente para afrontar tantos desafíos. Ha gastado billones de pesos para enfrentar la pandemia, preparando hospitales, clínicas y personal médico, así como para darle manivela a una economía arruinada en su aparato productivo y generación de empleo. Y de encima le recae una violencia, que arrecia, de grupos criminales, de disidencias de las Farc, del Eln, que asolan buena parte del territorio nacional. Las mismas organizaciones del Estado confiesan impotentes que “el conflicto armado persiste, se expande a nuevos territorios e incluso se agudiza en algunas regiones”.
Dice un documento de la Mesa Nacional de Víctimas que la expansión del conflicto se debe a fuentes aseguradas y jugosas que garantizan su crecimiento. La coca, por supuesto, la minería ilegal, los secuestros y las vacunas. Se estimula además no solo por la lucha de esos grupos criminales contra el Estado y la población civil, sino entre ellos mismos por el control territorial de zonas en donde encuentran esas guacas delictivas.
Los desplazamientos aumentan. La desprotección de líderes sociales, defensores de derechos humanos y excombatientes es evidente. Contra estos se acentúa quizá por ajustes de cuentas. El nivel de riesgos de miles de colombianos se dispara. El Estado no tiene capacidad de garantizar a todos custodia de ninguna clase. Están desamparados. Y la coca ahí. Extendiendo sus brazos para asfixiar.
Dada la carencia de recursos, por más leyes de reparación que apruebe el Congreso, indemnizar a 8 millones de víctimas y con el ritmo actual de ayudas, el país tardaría cerca de 60 años para lograrlo. Y eso sin contar las que cada día aumentan por el protagonismo que hoy adquieren más bandas criminales y más guerrilleros desertores del cándido acuerdo de paz habanero.
Desde el año 2012 hasta la mitad del 2020, los gobiernos han invertido 120 billones de pesos para reparar apenas al 12 % del total de víctimas. La Contraloría General afora el presupuesto de reparación total de damnificados por la violencia en 360 billones de pesos. Suma igual a lo que ha perdido la economía colombiana en la pandemia, o sea una tercera parte del PIB nacional. El Congreso cree ingenuamente que aprobando leyes y leyes sin financiación alguna, logra la cuadratura del círculo. Es como echarle el hueso al perro que carece de dientes para roerlo.
Mientras, el país delibera y vacila, los trinos en las redes sociales incitan, en cadenas de odios, a la violencia para romper vitrinas, acabar con los CAI y sembrar pánico y desasosiego nacional.