Por Carlos Alberto Giraldo M.
El avance del posacuerdo con la Farc, además de desnudar debilidades, improvisaciones y resistencias políticas —previsibles— en la implementación de los pactos entre el gobierno y esa guerrilla, muestra con el paso del tiempo ciertas escalas de compromiso que se levantan y empiezan a diferenciar las conductas de los exjefes y combatientes subversivos frente a la construcción de la paz y las deliberaciones en democracia, basadas en la civilidad.
Algunos analistas diferencian entre desertores y disidentes, los primeros insertos definitivamente en la maquinaria del narcotráfico y su violencia y sin ningún otro interés que el lucro criminal, y los segundos que, de nuevo con armas a disposición, se atribuyen alguna rebeldía, descontento y oposición frente al Estado y el proceso mismo.
En la otra orilla están quienes parece que ya, sin reversa alguna, asumieron su desmovilización, su condición de civiles y su participación política y comunitaria. Esos que, incluso frente al rechazo de numerosos sectores sociales, que no aceptan su negociación y su reinserción, mantienen el deseo de ejercer sus derechos políticos y civiles, sin armas. Son aquellos a los que con ironía sus contradictores de oficio y de toda la vida declaran oficialmente “engullidos por el sistema y sus privilegios”.
Sin entrar en las discusiones laberínticas sobre la impunidad que hoy cobija, o no, a Timochenko, Pastor Álape o Carlos Antonio Lozada, entre otros, su cambio es notorio, palpable, diario. No se descubre en ellos —por lo menos lo saben contener bien— un ánimo de ofensa o degradación de sus contradictores y antípodas políticos. Timochenko insiste incluso en hablar con el expresidente Álvaro Uribe, y por lo menos lo plantea con tacto y sin asperezas verbales ni vindictas. Que el diálogo se dé será asunto de las partes, por coincidencias y pareceres.
Pero la gran pregunta que hoy asalta a la opinión pública es dónde y en qué están “Iván Márquez” (Luciano Marín) y “El Paisa” (Hernán Darío Velásquez). En cuál de esas escalas se ubican. Lo único que conoce el país son sus incumplimientos ante la JEP, excusados por sus abogados, y sus dilaciones para vivir y obrar de cara a la opinión pública. Por lo menos que digan si se dedicarán a ser ciudadanos de bajo perfil, pero prestos a presentarse ante la justicia y responder por cualquier obligación civil, o como reincorporados.
Es curioso que mientras los demás exjefes guerrilleros afrontan los altibajos de su dejación de armas y la inestabilidad del posacuerdo, Márquez y El Paisa se escudan en inseguridades jurídicas y amenazas a su integridad. Sería bueno saber qué quieren y, en consecuencia, có.mo deberá obrar el Estado frente a ellos.