La semana pasada tuve oportunidad de asistir, con un grupo representativo de empresarios, instituciones, exmiembros de las Farc, víctimas de la violencia, hijos de exjefes paramilitares, representantes de negritudes, jóvenes líderes, al foro de diálogo social organizado por la Procuraduría General de la Nación, que creo es fundamental para el momento que atraviesa el país.
En efecto, el grado de polarización que hemos alcanzado sorprende y horroriza. Se defienden ideales, creencias, modelos de desarrollo, etc. con igual vehemencia pasando de discusiones verbales, a peleas y a calumnias en las cuales los argumentos no cuentan y la violencia entonces despunta como único juez (incapaz además) para dirimir nuestras diferencias. La polarización hace rato superó el ámbito político y toca todas las esferas de nuestra vida. Veíamos, para no ir muy lejos, cómo en la minga, que las manifestaciones recurrentes desembocaron en actos vandálicos de algunos de sus asistentes que dañaron el patrimonio público y agredieron policías que, casi indefensos, debían soportar los ataques.
Hoy pienso, como muchos colombianos, que estamos llegando a un punto más que perjudicial para nuestro país. La polarización pasa de las palabras a la violencia física con facilidad pasmosa. Somos agresivos en la forma en que nos expresamos, no solo en las marchas, sino también en la forma como decimos las cosas, en algunas columnas de opinión, en cómo se presentan ciertas noticias, en cómo prejuzgamos muchas situaciones sin conocimiento de causa. Poco a poco nos convertimos en una sociedad energúmena.
Un gran amigo me decía: “en nuestro país, en muchos temas, el 90 % de la gente opina con el 10 % de la información”. Muchas veces nos predisponemos frente a situaciones generando imaginarios que no necesariamente son correctos o que, inclusive, no existen. Llevamos así, situaciones a escenarios indeseables que, de seguro con un diálogo sustentado con cifras, y con visión constructiva, podría llevarnos a un mayor entendimiento evitando la polarización del blanco o negro. Como colombianos tenemos que aprender a convivir con la diferencia, nuestro país es muy rico en diversidad en todos los sentidos y esta no puede ser factor de desunión sino más bien de concertación y diálogo para encontrar caminos que lleven al beneficio general.
Después de ver y escuchar en un mismo foro a Pastor Álape y a “Timochenko”, al hijo del exparamilitar “Jorge 40”, a representantes de las negritudes o a hombres conciliadores y visionarios como Carlos Raúl Yepes o Alejandro Mesa, salí convencido de que todos podemos habitar el mismo país bajo un marco de respeto, siempre diciendo la verdad, escuchando al otro, aprendiendo de las diferencias. A los exmiembros de las Farc, sin compartir su forma de ver el mundo, los pude mirar como colombianos que tienen visiones muy diferentes a las mías, y que tienen el valor de reconocer que se equivocaron en su forma de imponer lo que pensaban y que valoran el diálogo y están dispuestos a utilizarlo de manera permanente para poder llegar a acuerdos.
En conclusión, necesitamos pasar de la irascibilidad a la tolerancia. Ser capaces de aprender de ese pasado de sangre que nos marca, leerlo y descifrar en él las claves de nuestra reconciliación, las formas de superar nuestros miedos, nuestra impaciencia.