La zozobra que nos ha invadido a raíz de las marchas ciudadanas de los últimos días, amén de la incertidumbre que, no se puede negar, asoma en el horizonte del país, parecerían querernos hacer olvidar que mañana empieza diciembre. Un mes, este último del año, tan cargado de sentimientos y nostalgias que, como la primavera en los países donde hay estaciones, llega sin saber cómo ni cuándo. Un día -mañana, por ejemplo-, el amanecer levanta su cuello de cisne blanco y allí contra la aurora se olfatean los aires de diciembre, el aroma de la Navidad.
Se equivocan los publicistas y los decoradores de almacenes y de espacios públicos si creen que son los adornos y luces decembrinas -que el consumismo cada años anticipa más y más, con una precipitud que acaba siendo contraproducente- los que despiertan el espíritu navideño. No. Eso que sentimos al nacer diciembre brota de dentro. Es un aroma. O un vuelo interior, como si de pronto empezara a aletear en la propia intimidad una mariposa sutil, imperceptible.
Y si los sentimientos que embargan la Navidad son centrífugos, van de adentro hacia afuera, el bombardeo publicitario en torno a esta época puede ser negativo, porque intenta ir de afuera hacia adentro. Es el error ético de una publicidad manipuladora, que busca forzar los sentimientos. Para ello se echa mano de elementos, figuras y simbologías importadas que nada o muy poco tienen que ver con nuestra cultura.
Del limpio y sencillo espíritu de los pesebres de antaño se ha pasado a una navidad recargada de imágenes importadas: árboles navideños (con nieve y todo, así no conozcamos la nieve), papás noel que son simples viejitos advenedizos, festones hechos en países extranjeros y mal imitados aquí, que no responden a lo que es auténticamente nuestro.
Entonces, el aroma interior de la Navidad expele el tufillo consumista y fenicio de los negocios. No se trata de que la gente viva la Navidad, sino de que compre cosas en diciembre. O un mes antes, si pica el anzuelo. Y llene así el vacío íntimo que lo acosa por dentro, con trebejos materiales costosos que no dan respuesta al hambre espiritual que despierta el misterio religioso de la Navidad.
Diciembre, a pesar de todo. No se trata de entronizar nostalgias con olor a musgo. O de ensordecernos con el insoportable y criminal traqueteo de la pólvora. Ni de proclamar mendaces inocencias perdidas. Es entender que Navidad es un tiempo propicio para vivir la tonificante y al mismo tiempo desasosegante experiencia de ser hombres frente a un Dios que, precisamente en Navidad, para los cristianos, se hizo históricamente hombre Él mismo.
En fin, mañana es diciembre, a pesar de todo. Aún es posible la alegría.