Por Carlos Alberto Giraldo M.
Hay ilegales y delitos contra los que uno ve empeñarse a fondo a las autoridades, en especial a la Policía Nacional. Luchas que a veces, por su trasfondo, producen sorpresa, risa e indignación, en un país cruzado, de esquina a esquina, por otros vicios y criminales, esos sí, lesivos, violentos y millonarios. Mafias que retan.
La persecución a los vendedores callejeros de empanadas no puede presenciarse y relatarse sin un dejo de mordacidad y amargura. Es necesario ponerle ají, bien picante.
Es muy cierto que en esa expresión del comercio informal colisionan dos derechos: el derecho al trabajo y el derecho al disfrute del espacio público. Hay una invasión de lugares, sin pagar el usufructo de los mismos, que incomoda y causa traumatismos. Un país ordenado y moderno no puede permitirse tantos vendedores ambulantes. Menos de esa “golosina de sal” que hace parte de la idiosincrasia patria.
Pero es que este país no es ni moderno ni desarrollado. Es un paisucho donde el empleo informal representa el 48,2 por ciento del mercado laboral. Vender empanadas es una forma recurrida y amable de sobrevivir a esta nación de hondas desigualdades. Por eso, en la gradualidad, en la generación de esos derechos, está primero el del trabajo. Lo refrenda la Constitución.
Tal vez lo más chocante sea la manera impetuosa y desproporcionada con que se está aplicando el Código de Policía, con particular desbalance frente a los ciudadanos más débiles, más desprotegidos.
Con multas impagables y duras a gente que incluso en su aspecto más inmediato ya revela condiciones precarias de vida. No se trata de lamentos lastimeros, ni populismos briosos, se trata de que el Estado no puede ser tan implacable con sus constituyentes más desvalidos.
Esto da para chistes ingeniosos, pero también para reflexiones que ponen de nuevo sobre la mesa la discusión de si en toda ley se materializa el derecho. Colombia es eso: un país leguleyo, pero de muy pocos derechos para sus ciudadanos. No es, como lo advierte su Constitución, un Estado Social de Derecho. Claro, es más fácil corretear vendedoras de empanadas de barrio, que clanes del narcotráfico y orquestas de corrupción.
Que se apliquen las normas, por supuesto. Pero que imperen el sentido común y la reciprocidad. No se le pueden exigir estándares altos de formalidad y civismo a un pueblo tan llano y harapiento.
Cumplir los códigos no se puede prestar para abusos y atropellos. Sin condiciones de equidad, oferta laboral y empleo digno, perseguir vendedores de empanadas se siente como el mordisco de un gobierno y una policía vinagres.