¡Para qué Google, si estamos llenos de sabelotodos! Con una ventaja: Ni siquiera hay que preguntarles nada, porque para cada contexto tienen una explicación, casi nunca pedida; para cada duda, una certeza; para cada error, una condena y para cada solución un problema.
Para enterarse al detalle de todo lo que está pasando en el mundo basta entrar a Twitter, la red social con más expertos, en todo y en nada, que con la misma propiedad opinan sobre el vestido de una señora y a trino seguido, sobre los problemas técnicos, sociales, ambientales y económicos de una hidroeléctrica en crisis. Pero también pueden ser astronautas, nutricionistas o especialistas en seguridad. Se las saben todas, y las que no, se las inventan con tal de no pasar inadvertidos; se creen dueños de la verdad y necesitan criticarlo todo o ser admirados y aplaudidos por la manada de ignorantes que somos los demás ante su pose presumida.
No hablo de las otras redes porque, en un ataque de autocuidado que me dio hace años y no se me ha quitado, decidí no usarlas. Pero también en algo tan cotidiano como el correo y el WhatsApp se evidencia que ante un teclado somos valientes, siniestros, carroñeros, envidiosos, despiadados, imprudentes, groseros, correveidiles, maleducados, adivinos, metepatas, sacaculistas o culiprontos. Y a veces, algunos, todo eso al mismo tiempo. Y todo, menos sabios. Los que sobresalen por sus conocimientos acerca de una materia, una ciencia o arte no hacen alarde de ello. Contrasta esta actitud con la de los émulos de Salomón, que creen saber más que el común de la gente, que presumen más que lo que saben y que ante la cortedad de sus argumentos abren fuego indiscriminadamente, cual sicópatas ideológicos, contra todo lo que no sea de su bando, ¡de lado y lado!
Las redes, bien utilizadas, son herramientas que nos permiten denunciar, quejarnos, no tragar entero, indagar, a veces divertirnos. Pero usarlas con actitud arrogante e indolente para acabarnos unos a otros, para disparar a ciegas con regadera, para acabar con la honra de los otros, para poner cruces sobre quienes no son de nuestra ideología, es un retroceso inversamente proporcional a los avances tecnológicos. ¡Perdimos, muchachos! Más allá del sentimiento que generan a diario los sucesos de esta convivencia descontrolada y caótica de los seres humanos, me pregunto por qué tantos sufren el síndrome del pato, que cada que dan un paso, la ca**n. Y cuando intentan limpiar, embadurnan. Y no es que me sienta con superioridad moral para dar cátedra de prudencia. También la he embarrado y he rectificado, pero de nada sirve arrepentirse sin propósito de cambio.
¿Y por qué simplemente no cierro la cuenta y me abro, como la sombrilla? Porque tengo alma de recicladora y, entre tanta basura, todos los días encuentro tesoros: Pepitas de oro en forma de reflexiones sencillas, edificantes y centradas. Pequeños diamantes que me arrancan sonrisas o carcajadas, y algunas perlas, a manera de fotos, que me recuerdan que hay una naturaleza sublime que alegra el más gris de los días. Pero sobre todo, porque siempre encuentro ejemplos de cómo no ser. De qué no decir. De cómo no involucionar. De cómo no hacer el ridículo. De aprovechar la magnífica oportunidad de guardar silencio a veces... Al fin y al cabo, conmigo o sin mí, el mundo sigue girando.