Ya se ha dicho mucho sobre los días sin IVA y su sin razón. Desde que la propuesta hacía trámite dentro de la reforma tributaria de 2019, la llamada ley de crecimiento, se había criticado que no tenía justificación técnica alguna. Surgió como una gabela en un momento de efervescencia social y el principal defecto que se le veía en ese momento era su carácter populista. Un populismo que erosiona la cultura tributaria y que incurre en el despropósito de incitar a no pagar impuestos para, supuestamente, reactivar al comercio y favorecer a los hogares.
Ya en tiempos de la pandemia, la iniciativa es central en los planes de reactivación del gobierno. Por esa razón se cambiaron las fechas de los días sin IVA y se invitó profusamente desde el propio gobierno a los consumidores para hacer uso del beneficio, aún a sabiendas del costo fiscal. Se rotaron los inventarios de los comerciantes, se les dio caja, como se dijo, pero con un muy alto costo tributario e incidencia negativa en el control de la pandemia.
Hay otro aspecto a considerar en esta triste historia y es la motivación de esta columna. Si bien el gobierno mismo incentivó a los consumidores a que compraran en el día sin IVA, no parece tan evidente que estos aceptaran la invitación y actuaran de forma tan irreflexiva como lo hicieron y acudieran en masa a los almacenes, aumentando sustancialmente la posibilidad de contagiarse con el SARS-COV2.
En la lógica de la teoría de decisión convencional se esperaba que el consumidor actuara guiado por la racionalidad. La primera decisión era si debía o no comprar los bienes que se ofrecían más baratos (19% más baratos), dado el presupuesto que tenía. Si había plata y ganas había una demanda; la decisión entonces era escoger entre comprar en línea o ir hasta el almacén. Acá era donde las cosas se complicaban porque el consumidor debía sopesar si existía el riesgo de contagio. Una decisión de vida o muerte, por las complicaciones conocidas que trae la enfermedad.
Después de tres meses de cuarentena, bien sazonada con información sobre la pandemia, era de esperar que la gente se mostrara precavida, que fuera racional en sus decisiones y no acudiera a comprar físicamente. Las aglomeraciones del primer día sin IVA muestran que ni la plata, ni tampoco el temor al contagio fueron un problema. Pudo más el deseo de comprar un electrodoméstico, un computador o un celular y de llevárselo puesto.
Ante la total ausencia de racionalidad por parte de los compradores, tal vez es mejor mirar las cosas desde la economía del comportamiento. Según ese enfoque, estamos frente a un sesgo de optimismo y exceso de confianza. Es la tendencia a estimar que la probabilidad del resultado positivo de las acciones de las personas es mayor que la negativa. Esto lleva a que las personas asuman riesgos adicionales con su propia salud y más de los que deberían, a pesar de la información objetiva que tienen. Según algunos estudios es lo mismo que piensan los fumadores: otros se van a enfermar, pero ellos no.
Una mala idea, mezclada con un sesgo optimista, da como resultado un desastre. Una enseñanza para el diseño de la política pública. Queda demostrado.