El privilegio de leer y escribir es bastante reciente. Es una de esas batallas que la humanidad le ha ganado a sí misma, y que quienes formamos parte de una generación que no tuvo que librarlas las damos por sentado. Por eso me generan una fascinación enorme la pintura, la escultura y la arquitectura hasta el siglo XIX. Es que hasta ese entonces esos eran los mecanismos de transmisión de conocimiento, de ideas, de denuncia y de expresión para miles de personas que no podían abrir un libro y aprender sobre mitología griega, bíblica o que no podían escribir en un diario sus preocupaciones o anhelos. El arte fue el medio por excelencia de propaganda de poder desde el tiempo de Augusto, emperador de Roma, quien perfeccionó el mecanismo de patrocinar artistas que le ayudaran a reformar la historia a través de sus mitos y basar su poder en una imagen que le llegaba a su pueblo a través de obras de arte. Era una forma de mostrar, de crear una identidad propia y universal, de contar. La historia de la humanidad no sólo está escrita en libros, sino en las obras de arte que hemos heredado y guardado de generaciones anteriores.
Durante el siglo XIX países como Francia y Alemania tenían apenas un 30% de alfabetización. Austria y Francia tenían de un 50 a un 45% de ciudadanos que no podían leer ni escribir y en España la cifra llegaba a 75% y en Rusia a un 90%. Según datos de la Unesco hoy en día los países desarrollados han erradicado el analfabetismo y en América Latina las cifras más bajas están por debajo del 20%. Es el continente africano el que todavía tiene algunos países con cifras alarmantes, como Níger o Chad que están cerca del 80% del analfabetismo.
Así que el libro, la biblioteca, el texto de escuela es un privilegio bastante reciente. Es la herramienta más importante que hemos desarrollado desde que descubrimos el fuego, desde que inventamos las herramientas de hierro y ciertamente mucho más constructiva que la pólvora. Leer y escribir son las herramientas que nos abren los mundos: el interior y el interno. Es gracias a ellas que no sólo podemos ver otras culturas, otras gentes, otros períodos, por nosotros mismos y sin otro intermediario que el historiador y el autor, sino que podemos convertirnos nosotros en intérpretes de todas esas realidades, pensando, escribiendo. Y al soñar con lo universal viajamos también a nuestro mundo particular donde se encuentra la semilla de nuestra identidad, pero sobre todo de nuestra libertad.
Llevamos poco más de cien años siendo poco más que lectores de imágenes. Todavía no entendemos las dimensiones del poder que se nos da cuando somos capaces de ir en busca de nuestras propias ideas. Cada vez que leemos un libro abrimos una ventana y rompemos una cadena, perfeccionamos el oficio de pensar y somos menos manipulables. Es por eso que los tiranos y los malos gobernantes no quieren que la gente lea.