En mi poema Último aniversario de la revolución cuento la historia de unos pantalones caqui, un trofeo del día que derrotamos al dictador Somoza y entramos a Managua. Ese día en 1979, que tantas veces imaginé imposible, tomé esos pantalones de unas instalaciones militares al lado de su búnker. Decenas de jóvenes que éramos, sucios y sudados, llegamos a un cuarto lleno de uniformes en estantes, y tomamos pantalones y camisas para cambiarnos felices, riendo.
Ahora, a menudo, siento vergüenza de la piltrafa en la que se ha convertido el sandinismo que un día creó tanta esperanza. Los jóvenes de hoy en Nicaragua hablan de la revolución con desprecio y nos culpan y hasta insultan a los que la hicimos. No importa que hace años, desde 1993, último congreso del FSLN tras la derrota electoral de 1990, muchos de nosotros decidiéramos, con el dolor con que se decide romper con la familia, que no podíamos continuar respaldando las manipulaciones e ideas de Daniel Ortega para hacerse con el partido y despojarlo de su esencia.
Perdió las siguientes tres elecciones. Su ambición de poder lo llevó entonces a entendimientos serviles con la Iglesia Católica. Ortega y su mujer súbitamente descubrieron que les era útil cubrirse con el mantra religioso. Se casaron por la iglesia. Sus discursos empezaron a invocar a Dios y la Virgen. Como jefa de propaganda sagaz, Rosario Murillo cambió los colores del FSLN, importó las consignas de amor y paz de los hippies, mientras su marido hacía un pacto de liberar a un presidente corrupto a cambio de que votara en la Asamblea por reducir el porcentaje de votos necesario para ganar en primera vuelta, del 45 % al 35 % y se dividieran el manejo de los poderes del Estado.
El sandinismo se fue convirtiendo en una burla de sí mismo. Cuando lograron ganar con 38 % de los votos en 2007, yo tuve la clara intuición de que nunca más dejarían el poder. Era un espectáculo ver la metamorfosis del sandinismo.
De 2007 a 2018, hubo relativa libertad, a pesar de varios asaltos a medios de comunicación y la compra de las principales televisiones que ahora manejan sus hijos. Ortega y Murillo quietamente extendían sus tentáculos. Desmantelaron las instituciones, cambiaron los estatutos del ejército y la policía para hacerlas súbditas de Ortega, eliminaron cuadros del partido que eran críticos, aislándolos o sustituyéndolos por leales y obedientes personajes.
Cuando llegó el término de su mandato, Ortega logró que sus fieles en la Corte Suprema violentaran la Constitución que prohibía la reelección. Más tarde, cuando mediante un fraude electoral se hizo con el número exacto de diputados para poder cambiar la Constitución, estableció la elección indefinida. También violentó la Constitución nombrando a su esposa vicepresidenta. Hasta la explosión de rebeldía popular en 2018, marido y mujer habían abarcado tal poder que eran como monarcas. El Estado era ellos.
El andamiaje de su espejismo de que eran amados y populares se derrumbó en abril de 2018 cuando una reforma a la ley del seguro social originó protestas de los jóvenes por el impuesto del 5 % para las pensiones de sus abuelos. Grupos pequeños que se manifestaron el 18 de abril fueron vapuleados con extrema violencia por motoristas y otros sujetos vestidos con camisas coloridas que proclamaban amor y paz. Los teléfonos celulares de los manifestantes grabaron la paliza que se difundió por las redes sociales. Los jóvenes se refugiaron en las Universidades y francotiradores del régimen empezaron a segar la vida de los estudiantes.
Rosario y Daniel acusaron a los miles que salieron a manifestarse en las calles, los que cortaron carreteras en todo Nicaragua, personas de todos los estratos sociales que demandaban su renuncia, de orquestar un golpe de Estado con dinero del imperialismo. En su Operación Limpieza en mayo, junio y julio, 328 personas fueron asesinadas, hubo 2.000 heridos y 100.000 personas salieron al exilio.
En septiembre de 2018 ante la no claudicación de las protestas, las prohibieron. Impusieron un estado de excepción no declarado que dura hasta hoy. La represión calmó la agitación, pero la cercanía de elecciones que deberían tener lugar el 7 de noviembre de este año, y una oposición decidida a competir por el poder, acabó de trastornar a Ortega y su esposa. Sin apoyo popular sabían que no podían permitir elecciones libres y observadas. Y en junio de este año, con una guadaña, se han dedicado a segar y encarcelar a quienes en su paranoia consideran responsables. Desde candidatos electorales, hasta héroes sandinistas como Dora Téllez, Hugo Torres y Víctor Hugo Tinoco, hasta el periodista Miguel Mora, que ya tuvieron preso, hasta el allanamiento de la casa de Carlos Fernando Chamorro, nuestro gran periodista, premio Ortega y Gasset 2021. Parece que han entrado en una espiral desatada, sin que nada les importe.
Quienes hicimos la revolución renegamos de estas acciones. Negamos la Gran Mentira de que Estados Unidos haya estado detrás de estas protestas. Ortega y Murillo hundieron y destruyeron lo que nos costó la sangre de miles. No hay más revolución. No hay más izquierda en Nicaragua. Quienes afirmen que la hay, están respaldando a un tirano con métodos estalinistas. Nicaragua sigue siendo el segundo país más pobre de América Latina. El dinero de Venezuela (500 millones al año por nueve años), lo usaron a su discreción Ortega y Murillo. No hay transparencia, hay injusticia, hay incontables violaciones de los derechos humanos. A los que aún apoyan a Ortega les digo: sean responsables. Lean. Vean