Antes de que la covid-19 irrumpiera en nuestras vidas, el mundo se preparaba para celebrar el 75º cumpleaños de las Naciones Unidas. ¿Celebrar? Aunque la memoria es frágil y crisis ha habido muchas, nunca el sistema multilateral nacido después de la II Guerra Mundial se había visto tan cuestionado.
Hoy los focos están en la Organización Mundial de la Salud, desbordada por la magnitud de la pandemia y convertida en diana de la batalla geopolítica entre Estados Unidos y China. Antes fue la Organización Mundial del Comercio, atrapada en un callejón sin salida, y el abandono de EE. UU. del Acuerdo de París, y la incomprensión de la opinión pública internacional ante la incapacidad de frenar la sangría de conflictos como el de Siria...
Es obvio que el sistema de gobernanza global nacido en 1945 no basta para los desafíos globales del siglo XXI. Porque la naturaleza de dichos desafíos ha cambiado y porque el país que puso en marcha el sistema, EE. UU., ha renunciado a seguir liderándolo. El coronavirus ha puesto de manifiesto, más aún si cabe, sus debilidades. Pero también son muchas las llamadas a reforzar la cooperación internacional. Voces que alertan de que, frente a los instintos nacionales y nacionalistas, solo podremos salir de crisis como estas conjuntamente; que cierta globalización puede estar en retroceso, pero que hay numerosas amenazas que no entienden de fronteras.
Entre los defensores del multilateralismo, los debates oscilan entre quienes creen que habría que rehacerlo todo –una estructura completamente nueva–, quienes abogan por otro tipo de instituciones, como el G20 –cuestionable, vista su actuación en esta crisis– y los partidarios de reformar el actual sistema de Naciones Unidas –una idea aparcada en el limbo de lo imposible–.
Un reciente ejercicio aspira a reactivar a estos últimos. La gobernanza global y el surgimiento de instituciones globales para el siglo XXI (Cambridge University Press) de Augusto López-Claros, Arthur L. Dahl y Maja Groff, bucean en la historia del sistema y de las críticas recibidas desde su nacimiento.
Para ganar legitimidad democrática, por ejemplo, apuestan por acercar la organización a la ciudadanía mediante una Asamblea Parlamentaria Mundial que funcionaría de modo similar al Parlamento Europeo. La sustitución del Consejo de Seguridad por un Consejo de carácter ejecutivo, la creación de una Fuerza Internacional de Paz y de un Tribunal Internacional de Derechos Humanos, otro anticorrupción, la revisión de la arquitectura financiera global para luchar mejor contra la pobreza y la desigualdad, un enfoque integrado para mejorar y ampliar la capacidad de la gobernanza medioambiental... son solo algunas de las alternativas al sistema actual.
La pregunta del millón es cómo lograr los incentivos para movilizar una transformación tan compleja en un momento tan difícil. Y ahí los autores ven ciertos atisbos de esperanza. Por una parte, por el gran número de instituciones e iniciativas empeñadas en impulsar un nuevo marco multilateral. A ello se suma una cada vez mayor conciencia de la opinión pública global sobre los riesgos comunes; basta con ver el alcance de las movilizaciones de jóvenes por la defensa del planeta.
¿Será suficiente? El gran avance que supuso el nacimiento de la ONU solo fue posible después del mayor ejercicio de destrucción de la historia humana. ¿Podría ser el coronavirus –el mayor disruptor desde la II Guerra Mundial– el motor para adaptar la gobernanza global a las necesidades del siglo XXI?.