Por Máriam Martínez–Bascuñán
Planteemos la siguiente hipótesis: un alarmante porcentaje del electorado vota en blanco en dos comicios municipales celebrados en semanas consecutivas en una gran capital europea. Esa marea blanca contra el sistema es la trama que el Nobel José Saramago esboza en su fabuloso “Ensayo sobre la lucidez”, donde una nebulosa blanca representa metafóricamente la reacción al statu quo. Ante esa nueva visión de la realidad que se propaga como una pandemia, la respuesta de los gobernantes será la incomprensión y el atajo rápido mediante la negación brutal del fenómeno.
Pero dejemos de imaginar. Los comicios regionales a doble vuelta celebrados en Francia arrojaron una abstención histórica del 66 %. Nada menos que 30 millones de ciudadanos renunciaron a ejercer su derecho a votar en la nación que representa el corazón de Europa. El dato podría pasar inadvertido salvo que, como ocurre en las novelas de Saramago, la visión (o ceguera) de un sistema gripado aparezca ante nosotros súbitamente. Por el contrario, podríamos pensar que el hecho de que la histórica candidata antiestablishment Marine Le Pen ya no sea capaz de canalizar el voto de protesta, que el populismo ya no capitalice la ira contra el sistema, es tal vez la antesala de algo más profundo. Se dice que un sistema funciona cuando los actores que en él operan representan de alguna forma las preferencias del electorado, incluso cuando se trata de la pura ira, si las instituciones son capaces de digerirla y encauzarla.
¿Pero qué ocurre en Francia? El Frente lepenista es ya parte del establishment a ojos de la ciudadanía. La estrategia republicana, con su loable cordón sanitario, ha terminado por distorsionar la lógica de confrontación entre los diferentes actores. El código gobierno-oposición se atrofia cuando fuerza al electorado a optar siempre por el “malmenorismo”, cuando se blanquea al candidato populista y el del sistema adopta parte de su argumentario. Se llama tecnopopulismo, dos caras de la misma moneda que pueden provocar muchas disfunciones.
En Francia hay que sumar dos factores: un sistema político que funciona como una monarquía civil, relegando a pura anécdota la discusión en el Parlamento; y el descontento patológico francés, que lleva sin renovar un mandato presidencial desde el lejano Chirac. La famosa malaise se acomoda en uno de los países más desarrollados del mundo, y hace que su abstención nos obligue a pensar en Chile, en la antesala de un profundo cambio institucional. Son futuros posibles, aunque parezcan ilusorios como en las novelas de Saramago, que están precisamente ahí también para advertirnos de que a veces, lo irreal, acaba por presentarse de golpe y sentarse a la mesa