Me permito echar las campanas al vuelo porque, con la de hoy, van ¡50 columnas!, ¡50!, con historias de los bajitos.
La primera columna de la serie se originó en la pregunta que le hizo José Luis, de cuatro años, a su abuelo: “Abuelo, ¿tú puedes sacar a Dios de un sombrero?”. José Luis, residente en Miami, acaba de hacer una maestría en Ingeniería Financiera.
A raíz de la columna que relaté con pelos y señales empecé a recibir otras historias o anécdotas enviadas por padres, abuelos y familiares, principalmente.
En otra vieja columna relaté que Marisa, una niña de diez años a quien conocí en el lanzamiento de un libro de Elbacé Restrepo, mi colega de página, cuando no sabía leer solía comerse los bordes de los libros. Cuando su abuela la pilló en esas, empezó a comprarle los libros que solía comerse.
Marisa estudia dos ingenierías en Eafit. La pequeña lectora de mis columnas en EL COLOMBIANO me preguntó en una ocasión si me podía nombrar abuelo adoptivo porque ella había perdido los suyos. Mi respuesta fue el catedralicio sí de las casadas. O sea, mis proveedores de historias están predestinados a grandes destinos.
Muchas de estas anécdotas fueron recogidas en el libro ¿A dónde van los días que pasan?, editado hace siete años por Luna Libros, con prólogo del poeta Darío Jaramillo Agudelo, quien se interesó en el anecdotario y le dio orden a la obra.
Dice Darío en el prólogo: “Desde hace varios años, los privilegiados destinatarios de los correos electrónicos de Óscar Domínguez comenzamos a recibir una serie de preguntas, respuestas y comentarios de niños. Nada más delicioso y deslumbrante, más poético y disparatado, que las cosas que dicen los niños de este libro. Podría decir que es un libro de poesía, pero no diría todo. En todo caso, el lector gozará cada frase y disfrutará de la euforia que comunican estas palabras de niños. Individuos que están estrenando las palabras que nombran la realidad y que, a la vez, están estrenando la realidad”.
El epílogo lo escribí yo y empieza así: “Un niño es como tener un Quevedo, un Borges o un Gabo gratis en casa las veinticuatro horas al día... sin que haya que cambiarles de pañales”.
Cuando empezaron a crecer mis cuatro nietos, sus padres decidieron compartirme sus travesuras. En reciprocidad, decidí ennietecer, no envejecer. Gracias a la banda de los cuatro por ayudarme ganar el pan con el sudor de su imaginación.
Por hoy cierro la tienda con esta salida de mi nieta Ilona, hija de padres periodistas. Hace poco soñó que era grande y que les decía a sus taitas: “Gracias por criarme, pero me voy de aquí”. También soñó que era periodista y que la echaban del trabajo, lo que la puso muy feliz porque le parece muy aburrido ser periodista...