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Javier Marías
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Intolerancia a la tristeza

Por Javier Marías

Casi siempre que se produce una catástrofe natural o un accidente, sobre todo cuando las víctimas son numerosas, los deudos forman en seguida una asociación que se dedica, más que nada, a buscar y señalar culpables por acción o por omisión, por negligencia o falta de previsión, por no haber sabido adivinar el futuro e impedir el desastre.

A eso siguen las denuncias, las demandas y la petición de indemnizaciones, y raro es hoy el caso en que alguien sin mala intención, desolado, no acaba en la cárcel. Si hay un tsunami, ¿cómo es que no se lo detectó con antelación y se previno a la población? Lo mismo si es un terremoto, un huracán, un tornado, si se derrumba un edificio por un atentado. Si una gran nevada deja intransitable una carretera y centenares de coches se quedan varados, la responsabilidad nunca será de sus imprudentes conductores (avisados del riesgo las más de las veces), sino de los meteorólogos, o de las autoridades que a punta de pistola no les prohibieron ponerse al volante.

Cuando Ingrid Betancourt fue por fin liberada tras su secuestro de años a manos de la guerrilla colombiana, decidió demandar al Estado porque sus representantes no le impidieron adentrarse, en su día, en una zona peligrosa. Se lo habían desaconsejado con vehemencia, pero entonces ella reclamó su derecho a moverse con libertad y a hacer lo que le viniera en gana. Al cabo de su largo cautiverio, se quejó de que no se la hubiera tratado como a una menor de edad: de que las autoridades no hubieran sido lo bastante contundentes como para torcer su voluntad y cerrarle el paso. Es un ejemplo cabal de la actitud interesada de mucha gente en nuestros tiempos. A Betancourt no le sirvió retractarse al poco y retirar la demanda contra el Estado que la había rescatado. Quedó como ventajista y perdió todas las simpatías que su prolongado sufrimiento le había granjeado.

Tras la tragedia del avión de Germanwings estrellado por el copiloto contra los Alpes, la reacción dominante ha sido de indignación. En primer lugar contra el presunto suicida-asesino, como es lógico y razonable. Pero como este pereció y no puede castigársele, se vuelve la vista hacia la compañía, hacia los psicólogos, hacia las deficiencias de los tests para tripulaciones, hacia las normas vigentes para abrir o cerrar la cabina. Se pone el grito en el cielo porque un individuo que había padecido depresión años antes pudiera volar y hubiera conseguido su empleo.

Si a toda persona con un antecedente de depresión o desequilibrio leve (crisis de ansiedad, por ejemplo) se la vetara para ejercer sus tareas, apenas quedaría nadie apto para ningún trabajo. También es imposible controlar lo que cada sujeto piensa o maquina, o sus consultas internéticas: ¿cómo saber que ese copiloto había estudiado maneras de suicidarse en las fechas previas?

No puedo imaginarme el horror de perder a seres queridos en una de esas calamidades, pero tengo la impresión de que las reacciones furiosas y la búsqueda febril de culpables tienen algo que ver con la intolerancia actual a estar solo tristes. Parece como si esto fuera lo más insoportable de todo, y que resultaran más llevaderos el enfado, la rabia, la indignación. Quizá eso consuele: pensar que el desastre pudo evitarse, que no se debió a la mala suerte; que si todo el mundo hubiera cumplido debidamente con su cometido, no habría pasado.

Sí, uno ha de creer que eso consuela, pero no acabo de verlo, al contrario. Para mí el dolor sería mucho mayor si pensara eso. A la pena se me añadiría el furor, y ya lo primero me parece bastante. De entre todas las declaraciones de familiares de víctimas me llamó la atención, precisamente por infrecuente, la de un hombre que había perdido a su hijo, si mal no recuerdo. “Me da lo mismo lo que haya pasado”, venía a decir; “si ha sido un mero accidente, un atentado, un fallo humano u otra cosa” (entonces aún se ignoraba que la catástrofe había sido deliberada). “Nada cambia el hecho de que se me ha muerto mi hijo, y eso es lo único que cuenta ahora mismo. Ante eso, lo demás es secundario”.

Fue la persona con la que me sentí más identificado, aquella a la que comprendí mejor, y también la que me inspiró más compasión (inspirándomela todas). Era un hombre que aceptaba estar triste y desconsolado, nada más (y nada menos). Cuyo dolor por la muerte era tan grande y abarcador que todo lo demás, al menos en el primer momento, le resultaba insignificante, prescindible, hasta superfluo.

Al lado del hecho irreversible de la pérdida, el porqué y el cómo y el antes no le interesaban. Si me fijé tanto en él y me conmovió su postura fue porque se ha convertido en casi excepcional que la gente se abandone a la tristeza cuando tiene motivos, solo a ella. Como si esta fuera lo más intolerable de todo y se requiriera una especial entereza para encajarla. Como si ya no se supiera convivir con ella si no lleva mezcla, y no va acompañada de resentimiento o rencor hacia algún vivo.

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