Jesús despierta un interés creciente en el hombre del siglo XXI, aun en agnósticos y ateos. Su figura y su obra son motivo de admiración e imitación. Cuanto más misterioso, más atrayente se vuelve en su persona y en su obra, en lo que es y en lo que hace.
Cultiva la relación de amor consigo mismo, la autoestima; con los demás, sanando y salvando a quienes se acercan a él; con el cosmos, admirando la naturaleza y utilizándola en sus parábolas; y, sobre todo, con su Padre, haciendo unidad con Él, el secreto de su personalidad.
Cuando Juan (1,1) dice: “En el principio existía la Palabra, y la Palabra era Dios, y sin ella no se hizo nada de cuanto existe”, se refiere a Jesús. Y así, a su imagen y semejanza, el hombre es palabra, palabra que debe cultivar con esmero infinito.
Jesús vino a enseñarnos que la relación con Dios es personal, pues la persona es un ser relacional, y si no vive la relación con Dios, tampoco las demás relaciones encuentran su justa forma. El secreto de la grandeza de Jesús es la relación de amor con su Padre.
La personalidad de Jesús aparece en todo su comportamiento. En el maravilloso discurso de las Bienaventuranzas; en la pregunta ¿quién dice la gente que soy yo?; en la Transfiguración; y culmina en la Semana Santa, con su pasión, muerte y resurrección.
Jesús, el concierto de los conciertos, vive desconcertándonos. “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se anonadó a sí mismo, y tomó la condición de esclavo. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (Filp. 2,6-8).
Jesús aparece cada vez más como el modelo perfecto del ser humano. “Un mandamiento nuevo les doy, que se amen los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15, 12). “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros” (Jn 17,21). Jesús nos mostró cómo el amor es la razón de ser de todo en el cielo y en la tierra.
Comentando el salmo 85, San Agustín escribió: “Jesús ora por nosotros, ora en nosotros, y a él se dirige nuestra oración. Ora por nosotros como nuestro Sacerdote; ora en nosotros como nuestra cabeza, y recibe nuestra oración como nuestro Dios. Reconozcamos en él nuestra voz, y su voz en nosotros”. Somos sus amantes por amarlo, y él nuestro amado.
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