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Jueces legisladores y gobernantes

Por Fernando Velásquez

fernandovelasquez55@gmail.com

En un Estado democrático las protestas sociales son necesarias y siempre bienvenidas, a condición de que sean pacíficas y respetuosas; ello, máxime si se piensa en casos en los cuales se reclama contra afrentas graves realizadas por servidores públicos que pisotean los derechos humanos. Por ello, es imperioso garantizarles a todos los ciudadanos el libre ejercicio de ese derecho y no criminalizarlo, para poder llevar a la realidad lo que dispone la Constitución: “Toda parte del pueblo, puede reunirse y manifestarse pública y pacíficamente” con las limitaciones que establezca la ley (art. 37); ello se logra si se posibilita “interponer acciones públicas en defensa de la Constitución y de la ley” (art. 40 inciso 2º numeral 6º).

En ese contexto, la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia, mediante sentencia del pasado 22 de septiembre acaba de emitir un muy importante pronunciamiento mediante el cual decide –con dos salvamentos de voto– revocar la sentencia dictada por la Sala Civil del Tribunal Superior de Bogotá el 23 de abril de 2020, que despachó de forma negativa una acción de tutela interpuesta por unas cincuenta personas contra el presidente de la República y diversos servidores públicos. Los accionantes solicitaban la protección de sus prerrogativas a la protesta pacífica, la participación ciudadana, la vida, la integridad personal, el debido proceso; además, a no ser sometidos a desaparición forzada y el respeto a las libertades de expresión, reunión, circulación y movimiento.

Todo ello, porque –señalaron– se han detectado comportamientos violatorios de esos derechos, como: la intervención sistemática, violenta y arbitraria de la fuerza pública en manifestaciones y protestas; la estigmatización frente a quienes, sin violencia, salen a las calles a cuestionar, refutar y criticar las labores del gobierno; el uso desproporcionado de la fuerza, armas letales y de químicos; las detenciones ilegales y abusivas, los tratos inhumanos, crueles y degradantes; y, en fin, los ataques contra la libertad de expresión y de prensa. En síntesis, como expresó uno de los intervinientes en el debate procesal, por presentarse un incumplimiento sistemático de instrumentos internacionales relacionados con los derechos de reunión, asociación, protesta pacífica, libertad de expresión y de prensa.

Por eso, cuando se lee una sentencia como la citada todo aquel que ame las instituciones y el Estado de Derecho tendrá que aplaudir el pronunciamiento en cuanto reivindica esos derechos y se muestra sensible con las problemáticas sociales; bien lúcidas son reflexiones como esta: “Una Nación que busca recuperar y construir su identidad democrática no puede ubicar a la ciudadanía que protesta legítimamente en la dialéctica amigo–enemigo; izquierda y derecha, buenos y malos, amigos de la paz y enemigos de la paz, sino como la expresión política que procura abrir espacio para el diálogo, el consenso y la reconstrucción no violenta del Estado Constitucional de Derecho” (folio 112). Desde luego, esos peligros para la institucionalidad aparecen también –y la sentencia lo precisa muy bien– con los graves comportamientos realizados a diario por actores violentos quienes se infiltran en las protestas y atentan contra las autoridades, los ciudadanos y los bienes públicos y privados; en otras palabras, también preocupa –y mucho– el papel jugado por actores criminales que hacen nugatorio el derecho legitimo a la protesta pacífica de las mayorías.

Sin embargo, al expedir esta providencia los supremos jueces entraron en confines vedados porque mediante ella suplantaron a diversos funcionarios de la rama ejecutiva (con el presidente a la cabeza) y les ordenan expedir normativas, mediante instrumentos diseñados al efecto, so pena de incurrir en desacato; además, se tornaron en improvisados legisladores. Aquí, pues, se sienta un precedente que puede tener consecuencias nefastas para la democracia, porque la arbitrariedad y el ejercicio de la fuerza no se pueden derrotar con las vías de hecho; además, la acción de tutela no es el camino para emprender las urgentes reformas políticas, económicas y sociales que a gritos exige la sociedad.

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