Cuando Platón, hacia el año 387 a. C., fundó su escuela filosófica llamada La Academia en los jardines de Academo en Atenas, no pensaba en lo que ahora llamamos con tal nombre para referirse al quehacer universitario y a los recintos donde él se practica. Es más, los centros de estudio actuales –más diseñados como empresas rentables en el seno neoliberal– poco o nada tienen de aquella dirección primigenia y se han convertido, por desgracia, en lugares donde se entrena y forma al personal que necesita el mundo globalizado de la nueva era.
Y, por supuesto, muy lejos estaba el filósofo del Mito de la Caverna de la idea de la posmodernidad, que –desde una perspectiva divergente– se desenvuelve en la retirada de lo real y se debe entender como aquello que se niega a la consolidación de las formas bellas, al consenso de un gusto que permitiría experimentar en común la nostalgia de lo imposible; aquello que, diría Lyotard, “indaga por presentaciones nuevas, no para gozar de ellas sino para hacer sentir mejor que hay algo que es impresentable”.
Así las cosas, en ese contexto la Universidad no es el lugar de contemplación, creación y proyección de la ciencia y de las artes al que aspiramos, un sitio para realizar nuestros sueños de transformar el mundo y plantar un mañana distinto, sino una institución que contribuye a soportar el engranaje social actual diseñado solo para la utilidad y el lucro. Tal vez por eso, dice con lucidez Martha Nussbaum, existe “una tendencia generalizada a arrancar de los programas curriculares todos los elementos humanísticos para reemplazarlos por la pedagogía de la memorización” y, “en lugar de promover la curiosidad y la responsabilidad individual, hoy se atiborra de datos a los alumnos para que les vaya bien en los exámenes”.
Asistimos, pues, a la derrota de las artes y de las humanidades y la proclama difundida por doquier es que se debe prohibir soñar. Aún así, nosotros como buenos románticos –no en un espacio fisico sino en uno virtual, al interior de una plataforma– pretendemos hoy continuar con nuestra actividad: asistimos a clases o las damos, pronunciamos discursos, concurrimos a debates y, en fin, con nuestros colegas planeamos la mejor manera de impulsar el saber en estos tiempos aciagos.
Hacer lo que en este momento llamamos academia, pues, es un reto inmenso para cualquier ser humano que quiera emprender esos caminos y ello se torna aún más complicado en épocas en las cuales se nos ha confinado, lejos de nuestros pupilos y de los espacios naturales (las aulas, los libros, las oficinas, las biliotecas, el diálogo vivo, etc.), a permanecer largos periodos al frente de una pantalla de computador tratando de interactuar con otros seres humanos que padecen las mismas estrecheces y sienten que sus energías, literalmente absorbidas por estas máquinas inteligentes, se tienen que multiplicar porque las labores se incrementan de manera significativa en medio del encierro, el distanciamiento humano, el olvido y la soledad.
Así las cosas, mientras se empiezan a anunciar los hallazgos de las curas milagrosas para el mal que –como siempre– van a comercializar y manipular a su antojo los políticos populistas y mediocres y las trasnacionales, pronto también empezarán a bajar las cifras de contaminados y habrá una “normalidad” untada de dolor y desesperanza. Será la hora en la cual podremos volver a nuestras cátedras fisicas y a ocupar los asientos polvorientos; el momento en el cual podremos mirar a la cara a nuestros colegas y pupilos, con quienes no solo será posible debatir los problemas académicos de todos los días sino que, saboreando un café, entenderemos el valor de los contactos sociales y de los afectos humanos.
La lección debe quedar aprendida y, ya no por obligación, sino como una herramienta más para cumplir en forma muy decorosa nuestras actividades, también podremos acudir a las plataformas virtuales para comunicarnos.