“¡Qué escandaloso fue el sol cuando se puso anoche! Lo observamos desde el ferry de Fulton colgando como una gran bola sobre los techos de Gomorra, al otro lado del río”. Estas son las palabras de Walt Whitman sobre la caída del sol vista desde el barco que entonces unía la isla de Manhattan con Brooklyn, en una crónica de 1846, cuando aún no existía el puente y él se ganaba la vida como periodista.
Porque antes que versos, Whitman escribió crónicas y artículos en periódicos como The New York Times, Nuevo Mundo, Aurora, El Águila de Brooklyn, Alden Spooner y The New York Mirror. De hecho, después de trabajar como empleado de oficina para dos abogados, fue en el periódico El Patriota, de Long Island, editado por Mark Twain, donde Whitman se inició como aprendiz de periodista, tipógrafo e impresor cuando tenía 16 años.
Antes de publicar “Hojas de hierba”, estuvo en los periódicos durante 20 años. Esos años de escritura y esos miles de artículos contribuyeron a formar su sensibilidad y su estilo. Así lo recuerda Herbert Bergman, el autor de los tres tomos de “Journalism” dedicados a Whitman. Esta obra y el Archivo Whitman, que reposa en la Universidad Nebraska-Lincoln, son hoy las fuentes más importantes sobre una de las caras más desconocidas de la vida del poeta.
Algunas historias publicadas con motivo del centenario de su nacimiento hablan de esa cara. Una de ellas cuenta cómo después de ganarse la vida como maestro en algunas escuelas rurales, en 1838 regresó a Nueva York y fundó su propio periódico, The Long Islander. En este trabajó en forma simultánea como editor, periodista y distribuidor.
En el oficio de periodista, Whitman escribió crónicas sobre Nueva York y reportajes sobre la Guerra de Secesión introduciendo un punto de vista hasta entonces desacostumbrado en los relatos informativos: el uso de la primera persona. Luego se ocupó de la guerra, sin límites de páginas ni de figuras literarias, en su libro “Redobles de tambor”. Sin embargo, tal vez sus mejores crónicas sobre la guerra civil fueron las que escribió en sus cartas desde los hospitales militares de Washington, donde trabajó como enfermero voluntario y acompañó a morir a cientos de soldados heridos durante los combates.
En sus crónicas y artículos, Whitman atacó la esclavitud, defendió la igualdad, luchó por la abolición de la pena de muerte y criticó la intervención de su país en Texas y Filipinas diciendo que las tropas estadounidenses no luchaban por llevar la libertad a esos estados, sino por implantar en ellos una nueva servidumbre.
Entre las historias sobre Whitman que he leído estos días, la que más me gusta es la de una conferencia suya en el teatro Madison, de Nueva York, en 1887. A ella asistieron Mark Twain y el poeta cubano José Martí, quien se hallaba exiliado en Estados Unidos.
“Parecía un dios anoche, sentado en su sillón de terciopelo rojo, todo el cabello blanco, la barba sobre el pecho, la mano en un cayado” dice Martí, citando los periódicos y hablando de esa noche. Luego describe a Whitman como un anciano de 70 años que ama a los humildes, a los caídos, a los heridos y hasta a los malvados. “Él es el esclavo, el preso, el que pelea, el que cae, el mendigo”.
Sobre su lenguaje, Martí dice: “Parece el frente colgado de reses de una carnicería: otras parece un canto de patriarcas, sentados en coro, con la suave tristeza del mundo a la hora en que el humo se pierde en las nubes: suena otras veces como un beso brusco, como un forzamiento, como el chasquido del cuero reseco que revienta al sol: pero jamás pierde la frase su movimiento rítmico de ola”.