Las ideologías heredaron los vicios de las religiones, decía el filósofo rumano Emil Cioran. También se asemejan, unas y otras, en la capacidad que infunden en sus fieles para ignorar o hacerse tontos ante las evidencias materiales y físicas y concentrarse, mejor, en el orbe de lo invisible, ya sea este expresado mediante la fe en la vida ultraterrena, o la convicción radical en algún proyecto que prometa, sin demasiadas bases, un brillante porvenir para la nación o el mundo...
Hay que puntualizar: ni el pensamiento religioso ni los idearios políticos equivalen linealmente a tonterías o fanatismos (o aceptamos esto o renunciamos de entrada, y neciamente, a leer a Platón, San Agustín, Santa Teresa, Marx o Gramsci, por citar a unos pocos). Solamente que para lidiar con los escollos racionales y las contradicciones históricas que surgen en torno a cualquier idea mística o política hacen falta cantidades importantes de reflexión e información, y una sutileza y flexibilidad mental y un esfuerzo dialéctico continuado que no todo mundo está dispuesto (o incluso capacitado) para hacer. Porque las oraciones y las consignas (es decir, la doctrina y la propaganda) son tajantes y unívocas y abominan de las dudas. Pero la inteligencia requiere del cuestionamiento y el matiz.
México, en su calidad de país rebosante de creyentes a prueba de balas, también es un terreno bien abonado para los conversos de las politizaciones tuertas, es decir, aquellas que no problematizan críticamente la vida pública, sino que se limitan a repetir eslóganes y a exigir la militancia al estilo hooligan, es decir, la que requiere de hinchas y no de ciudadanos conscientes y consecuentes. Por eso es que las calles (y esa reducción al absurdo de las mismas que son las redes) de nuestro país están llenas de gente que está segura de que la covid-19 no existe; o que existe, pero es producto de una guerra biológica secreta o secuela de alguna tecnología “oscura” como el 5G; o que las vacunas no sirven de nada o, peor aún, que son puro “control social” y nos las imponen solo para evitar que descubramos que la Tierra no es redonda...
Ni la prensa ni la academia, ni mucho menos el poder institucional, deben confundir la idea democrática de que cualquiera tiene el derecho de opinar con la caricatura relativista de esa idea, es decir, que todas las opiniones valen lo mismo. Porque la ley de la gravedad o la matemática no son opinables y sus “leyes” pueden ser refutadas solamente con evidencia, así sus resultados les sean inconvenientes e incómodos a un obispo o a un diputado federal y a sus community managers pagados o voluntarios.