Uno de los aciertos más importantes del chavismo y que le llevó a muchísima gente a tomarlo como una democracia fue la constante celebración de elecciones. El proceso electoral se volvió el mecanismo de legitimación constante de su gobierno. Hemos votado en referendos, en elecciones regulares presidenciales, en megaelecciones en las que se elegían cientos de cargos, hasta en elecciones paralelas a la estructura del poder como fue la el 16J. Hemos votado como ciudadanos que buscaban un cambio, hemos votado como forma de protesta, hemos votado con terror en medio de procesos extremadamente violentos. Hemos votado hasta que aprendimos que las elecciones no equivalen a democracia y darnos cuenta que las peores dictaduras se lavan la cara con procesos que controlan a través del ventajismo, la represión y la ingeniería electoral. Que no quepa la menor duda. El chavismo, desde que es chavismo, utiliza los procesos electorales con dos objetivos principales: lavarse la cara ante la comunidad internacional para quedar como demócratas y apaciguar a la sociedad. Porque cada vez que un resultado electoral se nos iba entre las manos o nos lo arrebataban los militares, la sensación de orfandad dejaba a la sociedad en estado catatónico. Hasta que un día simplemente dejamos de participar.
Ese día fue el 30 de julio de 2017. La Asamblea Nacional Constituyente había sido convocada por Nicolás Maduro a través de un decreto violatorio de todo nuestro ordenamiento jurídico. A esas elecciones no nos presentamos y empezó así el camino al desconocimiento de la estructura de poder que hasta entonces había representado el chavismo asentado sobre la base no de la ley, sino de la supuesta voluntad de la mayoría expresada mediante elecciones. Bajo la premisa de tener la mayoría de su lado basaban todos sus atropellos, incluido el desmontaje del propio Estado. Y por ello en las elecciones de 2018 fabricó millones de votos, en un proceso que jamás fue auditado, menos observado por ningún ente interno ni externo de veeduría electoral y que fue cuestionado hasta por el mismo fabricante de las máquinas de votación. Así llegamos al 20 de mayo de 2018 cuando en medio de una crisis política, de nuevo violando la Constitución la Asamblea N. Constituyente llamó a elecciones presidenciales. De nuevo la ciudadanía no se presentó a votar y lo que marcó ese proceso fue la abstención. Maduro, en su delirio, saludaba a un centro electoral desierto. Como era de esperarse resultó ganador, pero fue una elección desconocida tanto por los electores como por la comunidad internacional.
Eso es el plano estrictamente jurídico. Venezuela desde la proclamación de la Asamblea Nacional Constituyente está en crisis. Ese órgano espurio, ilegítimo, usurpó las competencias del poder legislativo, representado en la Asamblea Nacional que representa el último poder legítimo y constitucional del país. El Tribunal Supremo de Justicia, también fue promulgado sin apego a la ley, por lo que en el 2017 la Asamblea Nacional promulgó uno nuevo. Pero estos magistrados tuvieron que exiliarse debido a la persecución del régimen, por lo que esta rama del poder público cumple sus funciones en el exterior.
A todas luces pareciera que el poder paralelo es una locura. Pero es locura que ha sido objeto de tensión y negociación política dentro de la oposición venezolana y ha dado resultado. Siguiendo un vacío de poder dada la ilegitimidad de Maduro como presidente y siguiendo las normas constitucionales vigentes, el 23 de enero de 2019 Juan Guaidó, en calidad de presidente de la Asamblea Nacional asumió la presidencia. No se autoproclamó, sino que ejecutó lo establecido en la Constitución como presidente encargado.
Lo irónico es que por primera vez en veinte años Venezuela no tiene un presidente chavista. Y este presidente asume no sólo porque es su deber constitucional, sino porque así lo clamaba la ciudadanía, pero no a través de un proceso electoral. Después de veinte años nos pudimos expresar y hemos visto el resultado de esa expresión, de esa voluntad. Hemos aprendido también que las elecciones no son el único mecanismo del ejercicio democrático, que las instituciones, sus pesos y contrapesos son fundamentales para el estado de derecho.
A veces creemos que las elecciones son la única manera de decidir el destino de un país. El voto es importante, pero es más importante aún ejercer la ciudadanía.