¿A usted le alcanza el tiempo para hacer las cosas que tiene que hacer? ¿Acaso nota que antes, hace digamos veinte o treinta años, sobraba el tiempo incluso para aburrirse? ¿Qué ha ocurrido con el tiempo, quién se lo está llevando?
Estas cavilaciones están lejos de ser apuntes sugestivos sobre la vida contemporánea. Al contrario, dan en la espina dorsal de la existencia humana de hoy. Tal vez no haya un fenómeno más contundente para calcular el drama del planeta.
Sucede que las demás alteraciones hondas que preocupan a los estudiosos tienen que ver con la dimensión del espacio. El cambio climático, la distribución de las riquezas, el movimiento de tropas y misiles, las dentelladas del cáncer o del Sida, modifican el suelo o el cuerpo físico.
Asunto distinto es el giro sufrido en la dimensión temporal de los fenómenos. Esta atañe al espíritu, a la captación que realiza el cerebro sobre la cotidianidad. Si no hay tiempo para nada, la vida es otra, sustancialmente otra.
La aceleración del mundo equivale al trasplante de la humanidad hacia otro astro habitable cuyos días y noches estén comprimidos. En este nuevo hábitat el sol correspondiente amanece tres veces más rápido y las sombras trotan no a velocidad de maratón sino de carrera de cien metros planos.
El resultado violenta el metabolismo, tritura las neuronas, vuelve loca la recuperación de los tejidos. Como se dijo, la mayor alteración está en la psiquis. Los niños son genios a los cuatro años, los adolescentes piensan suicidarse a los catorce, los jóvenes se quejan si no triunfan a los veinticinco. Triunfar es ser Alejandro Magno y tener un imperio recordado dentro de tres milenios.
Sobre los viejos, ni hablar. Se esfuerzan en vano, primero por arañar las curvas de esta revolución, segundo por llegar a los noventa montados en una Harley Davidson. A los adultos, entre 40 y 80 de edad, les toca más duro. Han de resumir en un mismo organismo el paso benigno de los siglos pretéritos y la batahola del presente. Entre ellos se habla mucho del infarto, cerebral o cardíaco.
La muerte del tiempo se agrava cuando la gente se da cuenta de que lo único verdaderamente propio es su tiempo. Y de que, para colmo, en ningún supermercado venden tiempo. El tiempo entonces llega a ser, no oro, sino vida en desbandada.