viernes
7 y 9
7 y 9
Hablamos hace ocho días de los aromas de la nostalgia que se destapan en diciembre. Y hoy me parece adecuado hacer referencia al tufillo consumista y fenicio que se enreda entre los olores limpios y bellos de la Navidad.
Un día cualquiera de diciembre (pudo haber sido ayer, tal vez lo sea mañana) el amanecer levanta su largo cuello de cisne blanco y allí contra la aurora, mezclada con el alba, nace la época navideña. Y se equivocan los publicistas y los decoradores de almacenes si creen que anticipar cada vez más en el calendario estos reclamos sirve para despertar el espíritu decembrino. No. Lo que sentimos al nacer diciembre (ayer o mañana) brota de adentro. Es un aroma interior. O un vuelo. Como si de pronto empezara a aletear detrás del corazón una mariposa sutil apenas perceptible en la propia intimidad.
Y si los sentimientos que embargan la Navidad son centrífugos, es decir, van de adentro hacia afuera, el bombardeo publicitario en torno a esta época puede ser negativo, contraproducente. Es el error ético de una publicidad manipuladora, que busca presionar desde afuera y forzar sentimientos. Para ello, para invadir terrenos privados, se echa mano de elementos, figuras y símbolos foráneos e importados que nada tienen que ver con nuestra cultura.
Hemos terminado rindiendo culto a una híbrida manifestación navideña en la que lo propio se ha diluido y lo extraño ha impuesto su ley. Del limpio y sencillo espíritu del pesebre que embargaba a nuestros ancestros se ha pasado a una Navidad recargada de símbolos importados: árboles navideños (con nieve y todo, así nunca nos haya tocado ver nevar), papás-noeles que son muñecos que no nos dicen nada, festones y mil embelecos hechos en el exterior y mal imitados aquí, que no responden a lo que es auténticamente nuestro
