Decimos que alguien resucitó cuando se repone de una enfermedad, supera una crisis emocional o económica, o también cuando aparece después de una ausencia. Y decimos también que resucitar es revivir un cadáver, es decir, que cuerpo y alma, después de haberse separado, se volvieron a juntar.
En Jesús, resucitar no tiene referencia alguna con revivir un cadáver. En Él, resucitar es alcanzar vida en plenitud, la vida de Dios. Al morir resucitó, es decir, además de ser hombre verdadero, es también Dios verdadero. En Él, la palabra resurrección califica el acontecimiento culminante de la creación, síntesis armoniosa de lo humano y lo divino, de lo divino y lo humano.
En la mentalidad bíblica, cuerpo y alma son las dos dimensiones esenciales, distinguibles, no separables, del ser humano. A esta luz, el cadáver no es el cuerpo, sino el residuo en un proceso de transformación radical en cuerpo y alma hacia la plenitud de la vida, que es Dios. Y así, al resucitar, el hombre entra en cuerpo y alma en la vida de Dios, trascendiendo las dimensiones espacio temporales, de modo que el cuerpo se vuelve resucitado, glorificado.
Vamos naciendo, viviendo, muriendo y resucitando simultánea y dinámicamente. Al nacer comenzamos a morir y al morir acabamos de nacer, que es resucitar, participar de la vida de Dios, que se da en Jesús de modo pleno.
Si entendemos la oración como relación de inmediatez de amor con Dios, orar es ejercicio de resurrección, pues mi oración me va haciendo partícipe de la condición divina. La Virgen María es modelo de modelos de la oración. “María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19), de modo que cuando María concibe al Verbo de Dios, está participando ya de la resurrección.
Y así entendemos de modo admirable la Asunción como el dichosísimo tránsito en cuerpo y alma de María de esta vida mortal a la eterna, prototipo de lo que todo hombre está llamado a ser.
Resurrección y bautismo son la misma cosa de distinto modo. Si bautismo es inmersión en Dios, yo comienzo mi inmersión desde que comienzo a nacer en el vientre materno, y mi bautismo culmina en mi muerte, pues al morir me sumerjo definitivamente en Dios.
Toda la obra de los grandes místicos Teresa de Jesús y Juan de la Cruz son tratados de oración, bautismo y resurrección, pues están dedicados a contar cómo acontece Dios en ellos hasta las cumbres más altas de la santidad, y que podemos constatar de modo admirable en Las Moradas y en el Cántico Espiritual.