En nuestra cultura, resucitar es revivir un cadáver, volver a juntar un alma con un cuerpo del cual se separó. Este modo de ver la muerte y la resurrección es dualista, que es ver la realidad como un compuesto de dos partes que se juntan, se separan y se vuelven a juntar. Así hemos entendido la resurrección de Cristo.
Con todo, la mentalidad bíblica, igual que la antropología moderna, es monista, que significa unidad en la pluralidad, pluralidad en la unidad. Una y otra ven al hombre como un ser compuesto de cuerpo y alma, dos partes esenciales, distinguibles, no separables. Vamos naciendo, viviendo, muriendo y resucitando en cuerpo y alma. Al nacer comenzamos a morir y al morir acabamos de nacer, que es resucitar.
En la mentalidad monista, el hombre no hace nada solo con el cuerpo o solo con el alma. Comemos, dormimos, oramos y meditamos en cuerpo y alma. Somos gente distinguida. Distinguimos para unir, no para separar. Mi cuerpo soy yo todo entero visto desde mi exterioridad, y mi alma soy yo todo entero visto desde mi interioridad. Cuerpo y alma son puntos de vista de la misma realidad.
Cadáver, del latín, significa carne entregada a los gusanos. El cadáver no es el cuerpo, es el residuo que queda en un proceso de transformación radical en cuerpo y alma hacia la plenitud de la vida, la resurrección, que es Dios aconteciendo en mí. En el último instante de esta vida, al morir, mi cuerpo se vuelve glorificado, sobrepasando el tiempo y el espacio, en que Dios, inespacial e intemporal, me hace partícipe de su condición divina.
Al resucitar, Jesús inaugura la dimensión culminante de la creación y del ser humano, entrando en la inmensidad de Dios, haciéndose uno con el Padre. El centurión y sus compañeros que guardaban a Jesús cuando expiró en la cruz, “al ver el terremoto y lo que pasaba, se dijeron: ‘verdaderamente éste era Hijo de Dios’”.
Al encarnarse, el Hijo, Jesús, asume la condición humana en plenitud resucitando, y lleva así al hombre a participar a su vez de su condición divina. San Pablo escribe como absorto: “Sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios, una morada eterna, no hecha por mano humana que está en los cielos” (2 Cor 5,1), cumpliéndose así la afirmación de Jesús, “Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás” (Juan 11,25-26). Y así, al morir y resucitar, el hombre adquiere la condición divina para siempre.
Encuentro en la pandemia la oportunidad de sacar tiempo cada día para orar, para moldear mi nacimiento, mi vida, mi muerte y mi resurrección, cultivando mi relación de amor conmigo mismo, con los demás, con el cosmos y sobre todo con Dios, de modo que se cumpla en mí el querer de S. Teresita: “Yo no muero, entro en la vida”. Resucitar, participar de la vida divina, en eso consiste la oración