Por ana Cristina Restrepo J.
Callé durante veinte años, recordar daña mi vida*.
Soy antropóloga porque no pude ser arqueóloga.
Ingresé al Departamento de Antropología de la Universidad Nacional Bogotá, en 1993. Con el profesor Gerardo Ardila, tomé los cursos obligatorios de Introducción a la Arqueología y los Laboratorios de Arqueología; con Virgilio Becerra, Arqueología de América y Arqueología del Viejo Mundo, y los trabajos de campo de las materias teórico-prácticas.
Durante la carrera, prevaleció una norma tácita: cada profesor tenía su “pareja” estudiante. Los grupos de estudio eran muy jodidos para nosotras, solo ingresábamos si éramos pareja de alguien. En terreno, el “trabajo sucio” –recolecciones, muestreos– era femenino, pero la planificación y los créditos en los informes eran masculinos.
Todo empezó en el segundo semestre, yo tenía 17 años: Vi a Becerra manosear e intentar besar en pasillos y salidas de campo a otras estudiantes, cuando lo intentó conmigo sujetándome fuertemente de la cintura, lo rechacé.
Ardila siempre se cuidó del manoseo en público, por eso los corredores y su oficina eran los lugares más riesgosos. Un día me empujó contra una pared y empezó a hablarme cerca a la cara, tocándome, intentando besarme, como pude me zafé. Me decía “bruta” en público, me humillaba en clase por mis preguntas y respuestas.
Vine a Medellín por la práctica de Laboratorio, dirigido por Ardila. Trabajamos en un estudio de la represa Porce; cuando anuncié que solo me iba a quedar el tiempo estrictamente requerido, entró en ira santa, me enviaba todas las muestras de tierra para que yo las clasificara y las secara (¡eran bultos!), como condición para poder retornar. Decidí no hacer la tesis con él; desde entonces, todo respondió a la lógica del “castigo paterno”.
Los hombres nos llamaban las “favoritas” de los profes, las mujeres callaban en un esfuerzo por evadirlos: si ellos se concentraban en una sola alumna, las demás quedaban libres. Nadie nunca preguntaba qué ocurría, éramos culpables. El grupo estudiantil nunca fue refugio, vi a estudiantes golpear a sus compañeras y gritarles, no había en quién confiar.
Tomé clases en Literatura y Derecho para reunir los créditos finales y evadir esos profesores, y nunca presencié lo que viví en Antropología.
Me prometí no volver jamás a la Nacional y lo he cumplido. Si el gremio antropológico colombiano es machista, el arqueológico lo es aún más.
La Comisión Feminista y de Asuntos de Género del Departamento de Antropología acaba de presentar un informe sobre violencias de género. Por medio de formatos de documentación de casos recoge denuncias de alumnas (y alumnos) de distintas épocas contra siete profesores.
Ningún testimonio es anónimo.
Vemos lo que ha pasado en otras denuncias, como el caso Ciro Guerra: si hablamos, nos acusan de faltar al debido proceso. Escribir nuestro testimonio fue un ejercicio de confrontación profunda, preguntarnos por qué callar; ahora tememos terminar expuestas a más humillación. Muchas no quisieron participar, las entiendo: nos jodieron la vida y de manera impune. El control trasciende a las aulas, nuestros trabajos están en vilo porque ellos son “vacas sagradas”, tienen mucho poder.
Y sigue pasando.
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La activación de rutas y protocolos de violencias de género oportunos y efectivos en instituciones académicas y empresariales, públicas y privadas, no es un requisito de “salud ocupacional” ni de “relaciones laborales”: es una medida de protección de los derechos humanos.
*Testimonio protegido