Dudo que haya en el mundo un solo señor, mayor de sesenta años, que no haya chorreado la baba por Sofía Loren. Y una mujer que no quisiera parecerse a ella.
Los que crecimos con una revista Vanidades cerca, la vimos durante décadas en las fotos de sus páginas. Siempre regia, voluptuosa, con sus ojos marrones enmarcados por unas pestañas largas que tocaban las cejas, su boca amplia, sus dientes grandes y un escote que provocaba toda clase de sueños en los caballeros. Y bueno, supongo que en algunas mujeres también, con todo derecho. Además de ganarse muchos premios por sus actuaciones, Sofía fue, sin lugar a dudas, un icono de la belleza femenina en su tiempo.
Hace unos días se estrenó su película más reciente, La vida ante sí, dirigida por su hijo Edoardo Ponti, en la que hace el papel de Madame Rosa, una señora que cuida los hijos de las prostitutas. Y déjenme decirles que de aquel mujerononón de hace cuarenta, cincuenta o sesenta años, ahora queda una viejita que bien podría ser mi mamá o la vecina del barrio que pasa despacio con la bolsa de las compras: Canosa, arrugada y hermosa. Sí, así como lo leen, porque para mí canosa y arrugada son absolutamente compatibles con hermosa.
Sofía ahora tiene 86 años. Su piel ha perdido la lozanía de antes, la gravedad afectó sus curvas, tiene ojeras y ha perdido masa muscular en algunas partes. ¿Y qué? Nada. Es solo la confirmación de que también hay belleza en las hojas que caen de los árboles cuando llega el otoño.
Hay muchos miedos que confluyen a medida que nos pasan los años: A los achaques y a las enfermedades; a perder las facultades mentales y la independencia física o económica; a la muerte y, cómo no, el miedo a perder la belleza física, creo que el más recurrente entre nosotros, como si no cumplir con ciertos parámetros definidos quién sabe por quién, fuera un delito. La fealdad, tan subjetiva como su antagonista, es una mina de oro para la industria de la belleza, que mueve miles y miles de millones de pesos cada año. ¡Aleluya!
La sociedad de consumo nos vendió la idea de que el envejecimiento es motivo de angustia, intranquilidad e infelicidad. Todos los días, de todas las maneras, buscamos la perfección del cuerpo, inyectarnos lo que sea para agrandar los senos, la nalga y desaparecer la “pategallina”. Incluso las mujeres jóvenes, entre los veinticinco y los treinta, acuden al “baby bótox”, dizque para prevenir. No las juzgo, allá ellas, pero olvidan que el paso del tiempo es inexorable para todos. Y en todo caso, ojalá no abusen. No sea que lleguen a los cuarenta como unas momias, puede que con la piel muy tersa pero inexpresivas o desfiguradas.
Nos cuesta entender el ciclo de la vida y aceptar la “sejuela”. Al menos yo prefiero llegar a vieja como Sofía Loren: Arrugada, pero sabiendo que en cada pliegue de mi piel está el inventario de todo lo reído, de todo lo llorado, de todo lo vivido, que nadie podrá quitarme nunca.