Por david e. santos gómez
La vicepresidenta Marta Lucía Ramírez ha sido, en los dos años de gobierno de Iván Duque, un pálido reflejo de sus viejas épocas de política curtida y líder del conservatismo. Aún cuando dice que la malinterpretan o la sacan de contexto, sus salidas en falso se convierten en una pesada carga para la Casa de Nariño justo cuando el gabinete intenta mostrarse unido en medio de la crisis.
La semana pasada -en lo que pareció un vergonzoso parafraseo de la famosa sentencia de John F. Kennedy-, Marta Lucía les dijo a los colombianos que no deberían estar “atenidos a ver qué hacía el Gobierno por cada uno de nosotros, sino (pensar) qué hacemos para que el país progrese”. En otras palabras, que no esperáramos vivir a costa del Estado en medio de esta pandemia.
Aunque rápidamente trinó sus explicaciones y pidió disculpas “si alguien se sintió ofendido”, la realidad es que su frase encierra esa rancia idea atornillada en la política nacional que reza -en piedra- que los aportes sociales del Estado son un regalo a la población. Ni siquiera ahora, cuando buena parte de los colombianos pasa sus peores horas económicas, se asimila la trascendencia de una ampliación del estado de bienestar. Por eso la vicepresidenta dijo lo que dijo y se fue de palabras.
Porque ya lo ha hecho antes. La velocidad de sus pensamientos le gana a la prudencia que deberían guardar sus palabras. Como cuando dijo que en el país ya hay muchas sicólogas y sociólogas, “carreras que no les sirven a las mujeres para tener mejores ingresos”, o cuando, en medio de las masivas protestas estudiantiles de noviembre pasado, insistió en que los marchantes eran movidos por particulares plataformas tecnológicas venezolanas y rusas que estimulaban el malestar social.
Las lecturas que la vicepresidenta hace del país muestran una desconexión con la cotidianidad de millones de ciudadanos, pero, además, hacen una radiografía preocupante de la manera en la que entiende el servicio público: por momentos como un apostolado moralizante y por momentos como una labor de sacrificio de la cual somos deudores. No puede equivocarse ni ella, ni el presidente, ni su gabinete con ese discurso del mundo al revés en el que resultaríamos todos nosotros en mora. Debería estar claro que son ellos los que se deben al pueblo y los que tienen que rendir cuentas.