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Diego Aristizábal
Columnista

Diego Aristizábal

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Leo, luego escribo

Por Diego Aristizábal

desdeelcuarto@gmail.com

Me gustan esos escritores que, mientras siguen con su deber, nunca olvidan el placer original, el privilegio extraordinario de la lectura. Por algo se volvieron creadores, su escritura, en parte, es la continuación de un pendiente, algo que aún no encuentran en lo que han leído con tanto fervor. Virginia Woolf hizo parte de este grupo, siguió siendo una lectora apasionada, y logró transmitir su entusiasmo a través de las críticas que escribió para el Times Literary Supplement durante treinta años, desde que era una joven lectora exaltada hasta lo mejor de su madurez. Incluso, llegó a encontrar hasta en las malas obras aspectos que podían destacarse. “También debemos mucho a los libros malos; es más, llegamos a contar a sus autores y sus protagonistas entre las figuras que ostentan un papel principal en nuestra vida silenciosa”.

Como dice Ángeles Caso en el prólogo del libro “Genio y tinta”, que recién salió para recordar el aniversario número ochenta de su muerte, “la intención de Woolf, mucho más humilde y también mucho más humana, era la de entender a las escritoras y los escritores que habían derramado buena parte de las escasas horas de sus vidas en los libros que reseñaba”.

Virginia amaba los libros, era una lectora cómplice, pero, como dice Caso, los libros para ella nunca fueron un refugio, el nido al que acudes corriendo en busca de un poco de tibieza, cuando afuera las cosas se ponen feas. Por el contrario, la lectura era para ella el acto supremo de insumisión, la mejor manera de hacer frente a la violencia, siempre dominante: con un gesto callado, pero lleno de desafío.

Ella insistía en que los libros cobran vida al toparse con un lector y cambian con cada lectura. “El arte solo logra sobrevivir si las nuevas generaciones lo descubren como algo fresco y encuentran un placer nuevo en él”. Con veintitrés años, Virginia Woolf se convirtió en escritora y se ganaba la vida con su pluma, igual que lo hizo su padre antes que ella. Su primer cheque le llegó con la bandeja del desayuno. “Ahora somos mujeres libres”, declaró victoriosa. Los libros de su biblioteca nunca la desampararon, ella siempre fue generosa con las personas que dan forma, lo mejor que saben, a las ideas que albergan.

Coletilla: Muy triste la muerte de Julio Paredes, escritor amable y generoso. En el último libro que me envió, hace dos años, escribió: “Comparto contigo otro viaje mental”. ¿Un libro memorable?: “29 cartas, autobiografía en silencio”. El libro cierra así: “Fue como si se hubiera internado en una nube y hubiera desaparecido...”, así andarás tú, querido Julio

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