La racha de mala suerte comenzó cuando me dio covid-19 y luego se intensificó: problemas de salud, muertes en la familia, preocupación frenética por los seres queridos, muchos de los cuales estaban pasando tiempos duros en la pandemia. Ha habido momentos durante los últimos 16 meses en los que me pregunté si el dolor y el miedo serían lo único que volvería a sentir.
“Cuando llegan los dolores, no vienen espías solos, sino en batallones”, observa el pérfido padrastro de Hamlet, sin darse cuenta de que sus propios crímenes son los culpables del estado podrido de Dinamarca. No tengo que buscar mucho para encontrar a otros cuyas luchas son mucho peores. Entonces, con cada nuevo revés y cada nueva preocupación, me recuerdo a mí misma que debo estar agradecida por lo que va bien y dejar de enumerar todo lo que va mal.
Esa estrategia de afrontamiento funcionó bastante bien hasta que murió mi perro.
“¡Fantástico!”, decía mi padre cada vez que le preguntaban cómo estaba, durante los dos años y medio que tardó en morir de cáncer. Incluso cuando el dolor y las náuseas estaban en su peor momento, papá estaba seguro de que estar vivo era incomparablemente mejor que la alternativa.
Crecí con un optimista y me casé con un optimista, pero incluso el ser humano más alegre es apenas un neófito en lo que respecta a la esperanza. En cualquier hogar, el verdadero amo de la esperanza es el perro de la familia.
Los perros consideran cualquier olor delicioso que emana de la cocina como una comida que razonablemente pueden esperar compartir. Un perro anciano puede haber sido alimentado solo con comida de perros todos los años de su larga vida, pero de todos modos se pondrá de pie y se dirigirá a la cocina, confiado en que tal vez esta vez la lasaña en el horno podría ser suya.
Nuestro labrador, Scout, me enseñó que un perro que nunca ha atrapado una ardilla seguirá persiguiéndolas de la misma manera que un perro al que no se le permite subir a la cama se mete debajo de las sábanas tan pronto una cama se deja destendida. Una vez, una conductora de entrega de UPS le arrojó una galleta de perro a Clark, nuestro viejo sabueso, mientras ella doblaba la esquina, y todos los días durante años, ese perro esperaba su galleta en el patio, sin importar cuántos camiones de entrega doblaran la esquina.
Nuestro último perro, Millie, me enseñó que los perros llevan consigo traumas, al igual que nosotros. Millie, una mezcla de terrier, no sabía por qué temía lo que temía, pero sabía que mi respuesta a sus miedos sería amabilidad, paciencia y, a menudo, una deliciosa golosina. Cada vez que nos cruzábamos con un perro grande y aterrador en nuestros paseos o con un camión gigante que retumbaba, ella miraba hacia arriba con esperanza, casi saltando cuando veía que mi mano buscaba en mi bolsillo.
El triunfo de la esperanza sobre el trauma irrevocable: ¿es de extrañar que la muerte inesperada de Millie fuera lo que finalmente rompió mi convicción de que pronto vendrían tiempos mejores?
Entonces apareció Rascal. Un mestizo nacido en la pandemia, un caso ruinoso de pulgas, que tenía exactamente el tamaño y la edad que estábamos buscando: lo suficientemente pequeño para viajar con nosotros, lo suficientemente joven como para ser parte de nuestra familia durante años. Había más de 40 solicitudes para él. Por algún milagro, nuestra casa fue la mejor.
Dos horas después de su llegada, Rascal estaba acurrucado en mi regazo. Un día después, supo su nuevo nombre, un nombre que le cuadra perfectamente de formas que me hacen reír a carcajadas: roba zapatos de la canasta y los esconde por la casa, agarra el libro que estoy leyendo y huye con él, toma un sorbo de té helado cuando doy la espalda. Todas las mañanas, le gusta sentarse en el espaldar de una silla en nuestra sala de estar y observar pájaros a través de la ventana. No es posible que atrape un pájaro a través de ese cristal, y creo que seguramente lo sabe. De todos modos guarda la esperanza