Los habitantes de urbanizaciones y edificios terminan sintiéndose desterrados en su propia ciudad. Acaban encerrando en su apartamento al desplazado, al exiliado o al fugitivo que son ellos mismos, rodeados por una vecindad anónima, metidos día y noche en una desapacible colmena de desconocidos.
¿Se han preguntado nuestros constructores, nuestros urbanizadores, si nuestro pueblo está en condiciones de vivir en grandes bloques de apartamentos o en casitas de cartón ofertadas como un espejismo a ciencia y conciencia del gobierno, que embeleca a una clase media cada vez más empobrecida?
La impresión es que en Colombia no se urbaniza teniendo en cuenta la idiosincrasia del pueblo, sus condicionamientos y exigencias sociales, sicológicas y culturales, sus necesidades individuales y familiares. La consigna parece ser construir barato, aunque cobrando caro y, tras engañar con fementidas maravillas publicitarias a los usuarios, abandonarlos a su propia suerte, sin tener en cuenta su bienestar humano y comunitario.
¿Está nuestro pueblo preparado para vivir bajo un régimen de propiedad horizontal cuyos reglamentos fueron hechos en los escritorios de los constructores por los abogados de las constructoras, sin consultar para nada las apetencias y las expectativas de los usuarios de esas urbanizaciones? Dando por descontado que no hay una adecuada preparación en los administradores que acaban dirigiendo (¿dirigiendo?) los destinos de esas forzadas comunidades egoístas, donde cada uno tira por su lado y no hay conciencia colectiva.
Una ciudad o un barrio que no están hechos por sus pobladores paso a paso, vivencia a vivencia, sino que son construidos en serie para amontonar indiscriminadamente en ellos a habitantes desconocidos que no se integran, acaban siendo inhumanos. Después vienen los fenómenos de desarraigo social y familiar, de violencia y delincuencia, en quienes no tuvieron ni tienen conciencia de pertenencia a un hogar, a una casa, a una calle, a un barrio, a una ciudad.
En esto pienso cuando aquí, contra la pared de la habitación en la que escribo, rebotan furiosos los sonidos de una música insoportable con la que algún idólatra del bullicio intenta matar el silencio, sin importarle el desespero que causa a sus desconocidos vecinos. Esos vecinos que, por lo demás, todas las noches del año tienen que aguantar el ladrido de los perros que, so pretexto de ser amados como mascotas, son sometidos también al encierro (que tan bien consuena con destierro) y ladran desde cientos de puertas cerradas, como protestando por el crimen leso animalismo a que son sometidos.
Esos ladridos que acompañan el insomnio de los desterrados citadinos de los edificios de apartamentos, son a la postre un sonido que enerva más la resignación de los desterrados. ¿Ladridos furiosos o balidos impotentes de un destierro?.