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Por Fernando Savater

En julio de 1945 un submarino japonés torpedeó al crucero USS Indianapolis, que regresaba de llevar a su penúltimo destino la bomba de Hiroshima. El enorme barco se hundió en 12 minutos, sin tiempo siquiera para utilizar los botes salvavidas. Más de 300 de sus 1.196 tripulantes se hundieron con él, y el resto, algunos muertos y muchos heridos por las explosiones, otros desnudos, pocos con chalecos salvavidas, quedaron flotando en el Pacífico. Esa misma noche, atraídos por la agitación en las aguas y la sangre de las víctimas, llegaron docenas de tiburones. Tardaron cuatro días en ser rescatados y se calcula que en cada jornada fueron devorados unos 50 náufragos. Según testimonio de los escasos supervivientes, los momentos más atroces de ese infierno marino no fueron cuando temían el voraz ataque de los escualos que les diezmaban, sino al final de la tragedia, cuando llegaron los barcos de rescate y esperaban su turno para ser salvados. Uno puede soportar con desesperada resignación la agonía que comparte con todos los demás, pero resulta insoportable perecer a la vista de la salvación que ya ha llegado a otros...

La impaciencia casi histérica que algunos hemos sentido mientras enredos burocráticos retrasaban nuestra vacunación se debe a esta zozobra. Tan pronto perdíamos el turno porque tocaba vacunar a otros más viejos (y maldecíamos la relativa juventud que ahora nos perjudicaba) como porque las dosis correspondían a muchachos de 65 años para abajo, entre los cuales no tenían cabida nuestros achaques. Y los sanitarios, los maestros, los guardias civiles (salvo en Barcelona, “archivo de la cortesía y hospital de los pobres” en tiempos de Cervantes)... todos se adelantaban a los que no teníamos más mérito que el pánico a contagiarnos. ¡Ah del barco, pinchadnos ya, por caridad!

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