En una época del año en la que los franceses se dividen tradicionalmente entre “juillettistes” (que se van de vacaciones en julio) y “aoûtiens” (que salen en agosto), las últimas semanas han visto a cientos de miles de personas reunirse con un único grito de guerra: “¡Liberté!”.
Estos manifestantes están unidos contra el nuevo sistema de pases de vacunas de Francia, que fue anunciado con mucha fanfarria por el gobierno el 12 de julio y que está entrando en vigor gradualmente. Las medidas, destinadas a elevar la tasa de vacunación a medida que la variante delta recorre todo el país, hacen que el comprobante de vacunación, o una prueba de coronavirus negativa, sea obligatorio para ingresar a lugares culturales, bares y restaurantes. En septiembre, todos los trabajadores de la salud necesitarán un pase de este tipo para conservar su trabajo y los trabajadores con un contrato permanente pueden ser suspendidos sin paga hasta que puedan proporcionar uno.
Aunque hasta cierto punto tuvo éxito en su objetivo principal (en las semanas posteriores se han vacunado 6,5 millones de personas, lo que lleva el nivel al 47 por ciento), la medida ha rebotado gravemente contra el gobierno. Muchas personas, descontentas por el acto de coerción, podrían estropear los esfuerzos de reelección del presidente Emmanuel Macron el próximo año. A medida que los gobiernos de todo el mundo consideran políticas similares, la experiencia de Francia es una advertencia.
La primera marcha contra el “pase sanitario”, como se conoce al comprobante en Francia, contó con la asistencia de 18.000 personas. Luego de una semana había superado las 200 mil. Los manifestantes, encasillados por el gobierno como anti-vacunas, dogmáticos y teóricos de la conspiración, son de hecho un grupo heterogéneo.
Aunque el escepticismo sobre las vacunas es alto (el 16 por ciento de los residentes no tiene la intención de vacunarse, según una encuesta reciente), cuando Macron anunció el lanzamiento inminente de pases de vacunas, más de la mitad de la población francesa, 36 millones de personas, había recibido al menos una dosis. La mayoría de los franceses no se opone moralmente a recibir la vacuna. Mas bien, sus preocupaciones se centran en las libertades y derechos posiblemente violados por las nuevas medidas.
También hay elucubraciones más oscuras. Los manifestantes temen que los pases permitan una vigilancia estatal de amplio alcance, posiblemente apuntando a los más vulnerables e incluso reprimiendo a la disidencia. No hay garantía, advierten, de que el sistema se retire una vez que se derrote el virus. Irónicamente, el único oficio que está exento de la vacunación obligatoria, la policía, será el que se asegure de que todos los demás obedezcan.
No hay duda de que el discurso de Macron ayudó a impulsar las cifras de vacunación de Francia. Después de hablar, los portales de reservaciones para las vacunas en línea colapsaron debido a la alta demanda y se reservaron 3,7 millones de dosis la semana siguiente. Pero ha tenido un costo. El presidente puede haber subestimado lo cerca que estaban los franceses de un punto de ebullición. Apostando a que los beneficios a largo plazo de la vacunación superarían la reacción inmediata, parece sorprendido por haber provocado una rabia ciega. Su apuesta, siempre arriesgada, podría no dar frutos.
La respuesta condescendiente del gobierno a las protestas no ha ayudado. Al calificar de “locos” a los manifestantes la semana pasada, los ministros pasaron convenientemente por alto que la creciente desconfianza del pueblo francés hacia la clase política se debe en gran parte al mal manejo de la pandemia por parte del gobierno, especialmente en sus inicios. No es de extrañar por qué la gente elige no creer lo que le está diciendo el Estado francés.
Las marchas, con sus violentos enfrentamientos contra la prensa y sus estremecedoras comparaciones con las horas más oscuras de la Segunda Guerra Mundial, están lejos de ser un grito de emancipación. Pero tampoco es difícil culpar a los manifestantes por recordarnos que no tenía por qué ser así. Francia podría haber liderado una campaña fuerte e informada a favor de la vacunación y mantenido a raya a los agitadores políticos contra las vacunas.
En cambio, Macron optó por infantilizar a los franceses, y no les gustó