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Uno de los aspectos más relevantes que define a cada época histórica es el miedo. La imaginación y los recuerdos de lo nunca vivido se activan al sentir los fogonazos de los cañones en las murallas de Cartagena, o al oír el estruendo de los hachazos de las hordas de vikingos que avanzan sobre inmensas praderas del norte del planeta, donde hoy pastan las ovejas a la espera del metal que las esquilará para un suéter o las dejará servidas en un plato de curri con arroz basmati.
Aunque la guerra (la naturaleza humana) es la imagen de horror más común que atraviesa nuestra memoria colectiva, el miedo a la naturaleza, a su furia, constituye otra forma de relacionarnos con el mundo. Pero, al parecer, todavía nos cuesta conectar el hecho de que esas “catástrofes naturales” son en buena medida producto de la naturaleza humana, y poco cambiará el panorama mientras, entre mensajes contradictorios, los medios masivos insistan en presentar alertas sobre el cambio climático adobadas con lo “pintoresco” de esa tragedia anunciada.
A comienzos de cada año, son usuales las imágenes de los bañistas en el hielo. En lugares como los Países Bajos, miles de personas se aventuran a saludar el año en el Mar del Norte. Además de ser un desafío a un nuevo comienzo y una diversión exótica, darse un chapuzón en aguas con cinco o siete grados centígrados, y una temperatura exterior de nueve, también puede traer beneficios para la salud.
Esta semana, Gran Bretaña registró oficialmente su día de Año Nuevo más cálido en la historia. El primero de enero, en Londres se registraron dieciséis grados centígrados. Los diarios y los noticieros de televisión abrieron con las imágenes coloridas de señoritas en bikini tendidas en las playas británicas, mientras señores disfrazados de bufón o con la camiseta de su equipo favorito de fútbol corrían hacia las olas. ¡La temperatura era de quince grados!
Las playas de San Luis Obispo, en California (Estados Unidos), fueron cerradas por un ataque de tiburón. La pregunta no es qué hacía un tiburón tan cerca de la playa, sino por qué había bañistas en el Pacífico (¡helado hasta en días veraniegos!) en una etapa del invierno que solía mantener a la gente alejada por las bajas temperaturas.
Ya no son deportistas extremos ni youtubers quienes se atreven a batirse con oleajes como astillas de hielo: es gente común y corriente buscando calor.
En marzo (si no me falla la memoria), hubo un par de noches en que las temperaturas en Medellín bajaron hasta los nueve grados centígrados. A nadie pareció importarle. Como tampoco parece relevante lo que nos dicen del clima las antiguas fotografías de nuestra ciudad, inmortalizadas por Benjamín de la Calle, Óscar Duperly, Melitón Rodríguez o Gabriel Carvajal.
Deberíamos tomar nota, con horror, de los grados que marca la pantalla del celular; y de las fotos de inviernos veraniegos cuya cotidianeidad parece un augurio apocalíptico del calentamiento global.
No habrá asomo positivo mientras el Mercurio retrógrado de los astrólogos preocupe más que el otro mercurio, la gota plateada de los termómetros que nos recuerda nuestra irresponsabilidad: allí están las imágenes centenarias de ruanas al medio día en la plaza de mercado de Medellín, en contraste con las señoritas inglesas de hoy, sacando sus bikinis del clóset en pleno invierno
