Este 2020 ha sido un año raro; pero raro de verdad. Una epidemia mundial, un aislamiento forzoso, una alteración de nuestras costumbres y relaciones sociales como solo podría haber producido una guerra. Nos ha desordenado la vida, nos ha roto las rutinas y nos ha sumido en la soledad y la depresión.
Pensándolo bien, estas reacciones son lógicas y naturales. Las asombrosas son las otras, las heredadas, las de siempre. O sea, las enloquecidas. En relación con una enfermedad masiva, deberíamos preocuparnos por higiene, virus, cadenas de trasmisión, portadores de la infección, a lo que hoy se añaden los nocivos efectos de la acción humana sobre el planeta. Pero no. Los seres humanos tenemos una idea tan grandiosa de nosotros mismos que explicar nuestras desgracias por causas pequeñas, terrenales y, sobre todo, fortuitas nos parece poco. Necesitamos agentes malignos, ocultos, a ser posible sobrenaturales. Y en este caso, como ante tantas otras situaciones de peligro, la reacción principal de mucha gente ha sido activar sus mecanismos de defensa más primarios y buscar poderosos y perversos culpables. Y los han encontrado, por supuesto. Muchas veces, gracias a las redes sociales, nichos de irresponsabilidad.
El otro día, alguien cercano, a quien anuncié inocentemente mi intención de vacunarme en cuanto pueda, me advirtió, muy alarmado, que no lo hiciera, que era una maniobra gubernamental para matar a los viejos y resolver así el pago de las pensiones. Cuando alguien me dice estas cosas, como no veo manera de razonar con él ni sé qué contestar sin ofenderle, pongo un pretexto y me voy.
Cómo es el cerebro humano. Cree estar reinventándose siempre, viviendo una experiencia única, y repite lo que ha hecho toda la vida ante situaciones de este tipo. Porque la historia registra miles de epidemias. Algunas célebres, como la plaga de Atenas, allá por el siglo V antes de Cristo, que casi termina con la ciudad. O la peste Antonina, en el II después de Cristo, que devastó Roma en el mejor momento de su imperio. O la de Justiniano, de nuevo en el apogeo del otro imperio, el de Constantinopla, que causó la muerte de millones de seres humanos y hasta afectó al propio emperador, aunque este sobrevivió. Y la Peste Negra, sobre todo, a finales de la Edad Media, que se llevó por delante a casi la mitad de la población europea. Sin olvidar las oleadas de viruela, entre las cuales fue especialmente mortífera la que los europeos trasmitieron a los nativos americanos. O, hace solo cien años, la llamada gripe española, al terminar la Gran Guerra, que causó 30 o 40 millones de víctimas en todo el mundo.
Las pestes eran el momento en que hacían su agosto los sacerdotes, los chamanes, los hechiceros, que explicaban a sus seguidores lo que estaba ocurriendo como un castigo divino sobre su pecadora y corrompida sociedad, rebelde a las normas que ellos predicaban. Los chivos expiatorios preferidos en las catástrofes medievales fueron los judíos y las brujas. Lo que había suscitado la ira divina, y había hecho morir a tantos seres queridos, era que dejáramos vivir, tan tranquilos, entre nosotros, a los nietos del pueblo deicida. Había que asaltar su barrio y arrasarlo. O bien la furia divina se debía a que a nuestro lado, en las afueras del pueblo, vivía aquella vieja que vendía ungüentos, aliada de Satanás. Solo apresándola y quemándola en una hoguera purificaríamos la comunidad.
Con la modernidad se intentó desacralizar lo político: se habló de revolución, de avance hacia un orden social justo e igualitario. Pero la racionalidad era demasiado compleja, muy lenta en la captación de adeptos, poco rentable. Y, ante momentos de peligro o pánico, la izquierda optó por lo fácil: convertir la angustia colectiva en ira y dirigirla contra los curas, los guías espirituales e inquisidores de antaño. La epidemia de cólera de 1835, por ejemplo, coincidió en España con la primera fase de la guerra carlista, cuando a don Carlos le iba bien y amenazaba con instalarse en Madrid. La Iglesia, además, apoyaba a los rebeldes y en sus conventos y monasterios se decía que se refugiaban y almacenaban armas. Así que, llegada la peste, alguien corrió la voz de que los jesuitas habían envenenado las fuentes públicas. Y muchedumbres furibundas se dedicaron a asaltar residencias de jesuitas (o de franciscanos o mercedarios; ya puestos...). Mataron a un centenar.
En estas reacciones paranoides, el culpable del mal tiene que ser, por definición, sencillo, fácilmente identificable, cercano y, a la vez, marginal. Y único; ofrecer varias causas para los desastres es demasiado complicado. Hace unas décadas, ante el Sida, fue fácil señalar al perverso, porque además la enfermedad lo castigaba: los homosexuales, paradigma del pecado y la promiscuidad. Ante el virus actual, el inefable presidente estadounidense ha culpado a China; un blanco demasiado lejano. No me extrañaría que los nacionalpopulistas europeos, en cualquier momento, señalen a otra minoría, cercana pero a la vez ajena: los inmigrantes, por ejemplo.
Año raro este 2020, sí, que terminaremos tras las mascarillas. Y con una Navidad con reuniones y viajes limitados, lo que añade a los líos habituales una difícil selección de familiares.
En fin, si hay reuniones, que las habrá, y en una de ellas alguien me explica que detrás de todo está la CIA, tengo ya pensada la respuesta: que sé de buena tinta que han sido los jesuitas; con el Papa al frente. No es que quiera discutir. Pero sí ver qué cara pone
* Historiador español.