En el partido de la Copa América del sábado, la selección de Colombia jugó sin complejo de inferioridad, con pundonor, con seguridad y con patente demostración de que estaba compitiendo con un equipo, el de Argentina, al que trató por lo menos como paritario. Contener a nadie menos que Messi, catalogado como el mejor futbolista del mundo y marcarlo en cada momento hasta evitar que venciera la valla del gran arquero Ospina, fue ejemplo de la acometividad y la eficacia del seleccionado que nos representa y que ojalá siga una constante de actuaciones exitosas en todo el torneo.
Los dos goles fueron fenomenales. El manejo estratégico y táctico a lo largo de los dos tiempos, tal vez con excepción del comienzo del segundo, cuando se bajó la guardia y se acusó un descontrol que impidió el sostenimiento del dominio del balón, también dejó en evidencia la calidad de este onceno ante el cual, como suele suceder, aunque abrigábamos alguna confianza, temíamos que la tradicional superioridad histórica de los argentinos fuera apabullante en la tarde sabatina.
El fútbol, con la selección que dirige Queiroz y hacen lucir James, Falcao, Ospina y demás jugadores, así como el ciclismo con los pedalistas que sobresalen ahora en Europa y con la sensacional Caterine Ibargüen que sigue rompiendo marcas mundiales en atletismo, sacan la cara por este país, es decir por el país afirmativo, lanzado hacia arriba y hacia adelante, que señala un contraste esperanzador con el otro país, el del pesimismo derrotista, el de los que todo lo ven oscuro y llegan a renunciar con los términos más duros a la propia nacionalidad.
Claro que en Colombia hay tremendos problemas en todas las facetas de la vida social, que se padecen carencias vergonzosas y demoledoras, que las plagas de la corrupción, la violencia multicéfala y el odio visceral porfían en sus arremetidas destructoras.
Pero ante la mística, el espíritu nacionalista más saludable, de los deportistas y de los artistas de música y canto (gústennos o no ciertos estilos de moda), de los estudiosos que trabajan en el silencio y la discreción de la vida universitaria y científica y de millones de individuos anónimos que se desviven por obrar con honradez y calidad en incontables oficios aquí o más allá, ante esos testimonios públicos o escondidos, cómo no aceptar que brillan luces de esperanza, en una suerte de cuarto de hora, como para entonar un ¡Arriba los corazones! y actualizar la arcaica pero entusiasta Salutación del Optimista de Rubén Darío que exhorta a la unidad de “ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, espíritus fraternos, luminosas almas, salve, porque llega el momento en que habrán de cantar nuevos himnos lenguas de gloria”. ¿Será que dura esa renovación anímica?.