Se abre paso la literatura familiar, esa que se escribe para consumo de parientes y amigos. Sus autores no tienen la pretensión de terminar en Estocolmo con jet lag, aguantando frío, trasnochando, recibiendo el Nobel de Literatura y besuqueados y condecorados en Palacio. La inmortalidad puede esperar.
Esa clase de escritura recrea la historia de las familias contada por alguno de la tribu, o por muchos. La idea es dejar constancia de que anduvimos por aquí.
De pronto, dentro de dos o tres pandemias, algún tataranieto o chozno se interese y desempolve esas memorias. Desde el más allá, los escribientes podrán dar un tardío parte de “micción” cumplida.
Uno que cultiva esta clase de prosa ríe de refilón, es imposible verlo aburrido o estirando churumbel. Es católico de amarrar en el dedo gordo.
Jesús Amaya Alzate, Chucho, tiene 84 abriles, es santarrosano. Le ha rendido como maestro, abogado de la Universidad de Medellín, instructor del Sena, cazador de gazapos, gocetas, musicólogo, seminarista que aprendió –y olvidó- latín con pronunciación romana, hombre de radio, historiador, biógrafo, defensor de causas perdidas y ganadas, conservador y conversador de cuatro soles.
En las tertulias no hay que gastar saliva: Chucho se acuesta en la palabra. Se hace visita a sí mismo.
Es de los que se puede invitar a almorzar en casa. Es de una integridad a prueba de balas. Tiene más historia que tres mujeres fatales juntas.
De sus trece “libros” o “folletos” (los entrecomillados son suyos) saca fotocopias a lo desgualetado para regalar.
Tengo algunos de sus 13 folletos que me envió con esta precisión: Si no le interesan bótelos a la basura.
Ve a alguien atravesando un paso cebra y le regala cedés de “Música del ayer, música de siempre”, nombre del programa que transmite desde hace 20 años por Radio Bolivariana AM (domingos de 12 a 1 de la tarde).
En ocho años y medio pagó, sí, pagó, 51 millones de pesos a la emisora para que le permitieran hacer el programa. No aceptó cuñas de su próspera oficina de abogado. Ya no le cobran. También mantuvo el programa “Consultas jurídicas” y otro sobre canto gregoriano.
Si encuentra algún desplatado urgido de abogado lo asiste. No le cobra, lo invita a corrientazo y le regala los pasajes para el lento regreso a casa.
Sus hijos le dicen: papá, escribí sobre esto, y en pocos días tiene lista la biografía de su (fallecida) esposa Ofelia Castrillón, de su madre Rosita, de su abuelo Crucito que garrapateó bajo el reinado de Coronavirus I.
Le gastó 200 páginas a su autobiografía, levantada, como todo lo suyo, en letra para septuagenarios, esos desechables muebles viejos que no pueden salir a la calle porque los atropella un colibrí.
Donde haya que arrimar el hombro, cambiar una llanta, correr un catre, servir, en una palabra, llamen al doctor Chucho.