Tres mini historias de la vida real:
El coche a un lado del escaño indicaba la presencia de un niño que, por el momento, y según la visual desde unos pocos metros atrás, era porteado por su madre durante la misa. A su lado una joven, en apariencia la hermana mayor, le susurraba y le hacía carantoñas cada tanto. Al otro extremo de la banca, una parroquiana intentaba fijar su atención en la homilía, pero algo en sus vecinos se lo impedía, dada la frecuencia con que los miraba. Durante el saludo de la paz la madre alzó al bebé y mientras le decía “la paz sea contigo, mi amor”, se lo comió a picos. Al banquete de besos se unió la niña más grande y el bebé, seguramente sintiéndose atosigado, ladró. ¡Guau! ¡El niño era un perro! La señora del extremo, un poco aturdida, estiró la mano para darles la paz pero no recibió ni una alzada de ceja, pese a que este momento es un llamado de amistad y acercamiento con nuestros semejantes.
Todos los días, por una de las puertas de un edificio de la ciudad, entran y salen más de cinco mil personas. Siempre acompañado de un perro guardián, el vigilante que redirige y orienta a los visitantes parece invisible. La mayoría de las personas se agachan, acarician al perro, lo miman, lo llaman por su nombre, le tocan las orejas, lo abrazan, le dan besos, se despiden de él y siguen su camino. Ni siquiera la mitad de la mitad se toma el trabajo de mirar al señor a los ojos, darle los buenos días y menos un agradecimiento.
En el ascensor del edificio coinciden a diario varias personas a la misma hora. Unas van a su trabajo, otras a sacar sus perros al paseo matinal. Incluso también va un “minipig” que, por su tamaño, hace pensar en el tumbis del que fue víctima su dueño. Los animales reciben saludos y los humanos no se hablan. Solo respiran un aire raro, como de estorbo y repelencia, mientras miran como zombis el indicador del piso. Los veinte segundos más largos del mundo son, a la vez, la definición más ajustada de “momento incómodo”.
Se habla hasta el cansancio sobre las ventajas de las mascotas: Que son compañía incondicional, que pueden ayudar en estados de estrés, duelo y depresión, y que les permiten a los niños generar sentido de la responsabilidad y respeto por los seres vivos, ¡perfecto! Pero pongo entre signos de interrogación su capacidad para ayudarnos a desarrollar las habilidades comunicativas si ni siquiera saludamos a nuestros semejantes. Mucha incoherencia junta. Tan amorosos con los que nos mueven la cola y tan aborrecidos con quienes deberíamos tener comportamientos compasivos, solidarios y humanos, que es lo que somos. O creemos que somos...
Acepto que tenemos motivos para desconfiar de la gente, pero tampoco de todo el mundo. Y no soy antianimalista: En mi casa se comparte la vida, el afecto y los ingresos con dos gatas que amamos profundamente. Retribuimos su ternura con cuidado, buen trato y respeto por sus necesidades para garantizarles bienestar, pero no son nuestras “niñas” ni nuestras “hijas peludas”. Son nuestras gatas. Y no creo que sean seres inferiores a los humanos, pero tampoco superiores. Me niego a aceptar que todo lo que hemos ganado en respeto por los animales, lo perdamos hacia nuestros similares.