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Las manifestaciones o marchas públicas, así como otras formas de expresión que vienen utilizándose en distintos países, no sólo de América latina sino del mundo, obedecen a la necesidad de los pueblos de ser tenidos en cuenta por parte de los distintos sectores dirigentes. Dichas expresiones no pueden ser necesaria y sistemáticamente rechazadas, ni calificadas como subversivas o contrarias al orden institucional, por el contrario, deben ser miradas como un intento de los individuos por recuperar un logro tan preciado en la época moderna, como es la forma democrática de gobierno.
La verdad es que la democracia, como modelo ideal, puede ser afectada y maltratada por dos extremos opuestos: Por una parte, por aquellas expresiones autoritarias de izquierda o de derecha, normalmente de orientación populista, que consideran su esquema de gobierno como el único camino válido para lograr la inclusión y participación de grandes sectores en los beneficios sociales. Esta forma de conducta conduce a una degeneración de la figura democrática, inicialmente hacia una autocracia, posteriormente hacia una tiranía.
Al otro extremo encontramos aquellas expresiones emocionales e irracionales de participación, que conducen en mayor o menor grado a otro tipo de degeneración de la democracia, como son la demagogia y finalmente la oclocracia. La presencia de estas formas extremas de democracia, que terminan por constituirse en negación de la democracia, deben ser, no sólo rechazadas, sino aprovechadas para buscar nuevos canales de expresión material, necesarios para corregir el rumbo de una democracia formal desgastada y cuestionada.
Para lograr el retorno al sentido material y real de democracia, es necesario retomar su concepto básico. La democracia, en recordadas palabras de Abraham Lincoln, se define como el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Para lograr estos tres objetivos, el primer paso consiste en recuperar al pueblo en su concepto más alto. Es decir, elevarlo del nivel de muchedumbre o multitud, y concebirlo como la suma de individuos con preparación y capacidad para participar y decidir. Para lograr este objetivo solo hay un camino viable: La educación. Es necesario que exista una clara política educativa sobre la necesidad y significado de la participación ciudadana. Para este propósito, la escuela primaria debe levantar ciudadanos para la sociedad; la secundaria, formar a los individuos para el trabajo y la participación y la universidad, ilustrarlos con sentido y responsabilidad social.
Las metas señaladas se alcanzan mediante un gran pacto público - privado por la educación, en el que se señalen aquellos temas que son prioritarios para la formación y desarrollo de la sociedad y se determine la participación activa de los actores sociales de distintos niveles, estratos y regiones. No se trata de un gran pacto social de carácter macro, sino de muchos pequeños pactos sociales con compromisos concretos en el tiempo y el espacio, de manera que se presente una gran participación en la reconstrucción del entramado societario. Si no se procede de esta manera, continuará profundizándose la brecha, las exclusiones y la parálisis total.
